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Nació en 1776 y murió en 1827 en la Ciudad de México. Periodista, poeta y autor dramático. Fue una figura muy popular que festejó y censuró las costumbres de su época. Estudió en San Ildefonso y en la Universidad de México. De ideas independentistas, fue amigo de doña Josefa Ortiz de Domínguez. Se considera que luchó en la Guerra de Independencia. Fue un mordaz crítico del gobierno virreinal.
[toc] => Advertencia general V
Prólogo
María Rosa Palazón Mayoral IX
DOCUMENTOS
I. [Carta al coronel realista José Antonio Andrade] 3
I.A [Carta al coronel realista José Antonio Andrade] 6
II. [Carta a Venegas del Regimiento de Dragones] 7
II.A [Carta a Venegas del Regimiento de Dragones] 8
III. [Destitución y nuevo nombramiento] 9
III.A [Destitución y nuevo nombramiento] 10
IV. [Declaración jurada de indios] 12
IVA [Declaración jurada de indios] 18
V. [Declaración de Fernández de Lizardi como reo número siete] 21
V.A [Declaración de Fernández de Lizardi como reo número siete] 23
VI. [Declaración de Fernández de Lizardi a la Junta de Seguridad] 25
VI.A [Declaración de Fernández de Lizardi a la Junta de Seguridad] 28
VII. [Declaración de Lizardi contra el gobierno colonial] 31
VII.A [Declaración de Lizardi contra el gobierno colonial] 34
VIII. [Otra finta] 37
VIII.A [Otra finta] 38
IX. [Certificación del cura y del presbítero de Taxco] 40
IX.A [Certificación del cura y del presbítero de Taxco] 41
X. [Petición de indulto de Fernández de Lizardi] 43
X.A [Petición de indulto de Fernández de Lizardi] 44
XI. [Certificación de los vecinos de Taxco] 46
XI.A [Certificación de los vecinos de Taxco] 47
XII. [Petición de absolución de Fernández de Lizardi] 48
XII.A [Petición de absolución de Fernández de Lizardi] 49
XIII. [Solicitud de Manuel Villegas para cancelación de fianza] 51
XIII.A [Solicitud de Manuel Villegas para cancelación de fianza] 52
XIV [Cancelación de fianza] 53
XIVA [Cancelación de fianza] 55
XV. [Proyecto de tres arbitrios para subsanar déficit del erario] 57
XV.A [Proyecto de tres arbitrios para subsanar déficit del erario] 61
XVI. [Agradecimiento a Calleja] 63
XVI.A [Agradecimiento a Calleja] 64
XVII. [Obsequio a Apodaca] 65
XVII.A [Obsequio a Apodaca] 66
XVIII. [Colecta para Cádiz] 68
XVIII.A [Colecta para Cádiz] 69
XIX. [Iturbide ofrece ayuda] 71
XIX.A [Iturbide ofrece ayuda] 72
XX. [Saludos y bienvenida] 73
XX.A [Saludos y bienvenida] 74
XXI. [Carta de apoyo de Anastasio Bustamante] 76
XXI.A [Carta de apoyo de Anastasio Bustamante] 78
XXII. [Respuesta de Iturbide] 80
XXII.A [Respuesta de Iturbide] 80
XXIII. [Entrega de expediente] 81
XXIII.A [Entrega de expediente] 81
XXIV. [Carta de apoyo de Francisco Hernández] 82
XXIV.A [Carta de apoyo de Francisco Hernández] 82
XXV [Condicionamiento para la capitanía] 84
XXV.A [Condicionamiento para la capitanía] 88
XXVI. [Dictamen de premiación] 91
XXVI.A [Dictamen de premiación] 93
XXVII. [Revolución de Cuernavaca y decreto mexicano] 95
XXVII.A [Revolución de Cuernavaca y decreto mexicano] 96
XXVIII. [Suspensión temporal] 99
XXVIII.A [Suspensión temporal] 99
XXIX. [Excusas sobre dilación] 100
XXIX.A [Excusas sobre dilación] 100
XXX. [Editor de La Gaceta] 101
XXX.A [Editor de La Gaceta] 101
XXXI. [Petición de nombramiento] 103
XXXI.A [Petición de nombramiento] 103
XXXII. [Nueva solicitud de grado militar] 105
XXXII.A [Nueva solicitud de grado militar] 109
XXXIII. [Reconsideración del grado militar] 112
XXXIII.A [Reconsideración del grado militar] 114
XXXIV. [Instancia documentada de Fernández de Lizardi] 117
XXXIV.A [Instancia documentada de Fernández de Lizardi] 117
XXXV. [Fin de edición de La Gaceta] 119
XXXV.A [Fin de edición de La Gaceta] 119
XXXVI. [Traslado de petición] 120
XXXVI.A [Traslado de petición] 121
XXXVII. [Nombramiento presidencial de capitán retirado] 122
XXXVII.A [Nombramiento presidencial de capitán retirado] 123
XXXVIII. [Fin y mentira] 125
XXXVIII.A [Fin y mentira] 125
XXXIX. [Fe de partida] 127
XXXIX.A [Fe de partida] 127
XL. [Noticia de fallecimiento] 128
XL.A [Noticia de fallecimiento] 128
XLI. [Solicitud de descuentos militares para montepío] 129
XLI.A [Solicitud de descuentos militares para montepío] 129
XLII. [Continuar descuentos de Ordenanza] 130
XLII.A [Continuar descuentos de Ordenanza] 131
XLIII. [Suspensión] 132
XLIII.A [Suspensión] 133
XLIV. [Rectificación de instancia de María Orendáin] 135
XLIV.A [Rectificación de instancia de María Orendáin] 136
XLV. [Certificado de sepelio] 137
XLV.A [Certificado de sepelio] 137
XLVI. [Copia de partida matrimonial] 138
XLVI.A [Copia de partida matrimonial] 139
XLVII. [Petición de comprobante de montepío] 140
XLVII.A [Petición de comprobante de montepío] 140
XLVIII. [Informe de la Tesorería sobre montepío] 141
XLVIII.A [Informe de la Tesorería sobre montepío] 141
XLIX. [Parecer de la Tesorería] 143
XLIX.A [Parecer de la Tesorería] 143
L. [Otra petición de montepío] 144
L.A [Otra petición de montepío] 144
LI. [Otorgamiento de pensión a viuda de Fernández de Lizardi] 145
LI.A [Otorgamiento de pensión a viuda de Fernández de Lizardi] 146
LII. [Montepío condicionado a hija de Fernández de Lizardi] 147
LII.A [Montepío condicionado a hija de Fernández de Lizardi] 148
LIII. [Certificado de defunción] 150
LIII.A [Certificado de defunción] 150
LIV. [Solicitud de montepío] 151
LIV.A [Solicitud de montepío] 151
LV. [Continúa la solicitud de montepío] 153
LV.A [Continúa la solicitud de montepío] 153
NUEVOS HALLAZGOS
Transcripción del documento 157
Las vicisitudes editoriales de La Quijotita y su prima
Nancy Vogeley 197
Bibliografía XXIII
Índice de nombres XXIX [free_reading] => Prólogo Abordemos, pues, el asunto político, lleno de opiniones y comprensiones ingenuamente maléficas. Aquella travesura rebelde empezó cuando el español Manuel Villegas de Bustamante (después su testigo de bodas) era el teniente encargado de la justicia en Real de Taxco, en el actual estado de Guerrero. Español, no colonialista, y con ganas de no morir, Manuel Villegas sospechó con harto tino, y seguramente ratificó, que aquella ciudad de españoles, al menos en teoría de españoles, se hallaba rodeada por las tropas de Hidalgo, comandadas por el brigadier Francisco Hernández. Como el miedo es un mecanismo de defensa, Villegas le heredó a Lizardi el cargo de interino en la rama de justicia, violando las órdenes borbónicas que sólo permitían que los españoles de cepa, o sea los nacidos en la Península Ibérica, detentaran los cargos de mandato político. Tal fue el inicio del revuelo que abarca la primera parte de esta compilación. El lector irá leyendo excusas e interrogatorios a cual más descabellados. José Joaquín Fernández de Lizardi escribió, aunque al parecer no llegaron las cartas a su destino, al virrey Francisco Javier Venegas, cuya apariencia y personalidad, escribirá Lizardi más tarde: eran las de un palurdo, mezcla de porquero recién salido de una cantina. Para no ser Lizardi diana de los castigos realistas de aquel tirano, asienta que ha llamado a juntas de la población para acordar las medidas defensivas que se evaluaron como las más adecuadas para la defensa del lugar. Subraya que desconfiaba del éxito de la defensa del sitio porque los fieles al rey eran pocos y muchos estaban desarmados. El párroco animaba el contraataque en caso necesario. Éste era inminente porque Real de Taxco se hallaba amenazado desde la Hacienda San Gabriel y desde Sultepec. Asimismo, "con sólidos fundamentos"' desconfía de la plebe. En esta carta, repleta de desfachatez, es decir, defensiva para un tonto, asentaba que el enemigo había incitado el odio y, por lo mismo, era de esperar, en caso de ataque contra los españoles, una cruenta venganza y la catástrofe completa, desventaja que cualquiera ratificaría. Propone una táctica: si los insurgentes invadían Real de Taxco, no optarían por la rendición, voz indecisa, no por su carga de humillación, sino por el disimulo paciente. Hasta que se marcharan los rebeldes separatistas, aclamarían con ahínco su rendición y la obediencia de que eran capaces de proteger el dominio colonial de su "adorado" Fernando VII. El español Manuel Rosete, teniente de milicias, en una junta fue nombrado comandante en pie de la tropa que pensaban formar (brincándose las ordenanzas militares de aquella época que eran mandadas por los capitanes de mayor antigüedad. Tenían a su disposición las preeminencias funcionales de tenientes coroneles, a quienes se sujetaban en pie, reformados o graduados), muy poco se hizo. Usted entenderá, señor virrey. Pretexto bastante transparente, en mi opinión. El 10 de noviembre de 1810, el susodicho teniente, enfrentando la "notable" escasez de armamento de los animados como soldados, a quienes pagaban con un cuartillo de maíz, un trago de aguardiente, y cuatro reales, renunció ante escribano público. ¿Si un militar no se fía de esta plebe, cómo debe asentir Joaquín Lizardi en redactar un dictamen positivo para la Corona? Nótese que, según la letra, los plateros no tenían suficiente "blanca" ni generosidad para comprar armamento y pagar un sueldo a los soldados. Joaquín Lizardi, como se le conocía en ese entonces, declaró esta versión coja e ingenua: una humorada para tunos patanes como Venegas. Para colmo, sigue Lizardi en sus avisos que nunca llegaron a su destino, los "indios" de Tepecoacuilco, también Guerrero, apresaron a los "amigos" de Lizardi, el señor Quijano, comandante realista y a sus mozos europeos. En Tlamasacapa, en el actual estado de Hidalgo (¿cómo se enteró Fernández, el intruso en la política, de esta información?) interrogaban a los transeúntes: "¿tú que vas, gachupín o Nuestra Señora de Guadalupe?" Nótese el giro agravante: la guerra tomó desde el principio un giro religioso-nacionalista. Guadalupe es Nuestra Madre; la Virgen de los Remedios lo era de los gachupines (Hernán Cortés osó ponerla en el Templo de Tláloc, dios del agua de la cultura náhuatl, para enfrentarla a una acuífera virgen gallega menor). La guerra de guerrillas se libraba también en el Cielo, y, asimismo, entre el símbolo español del león y el americano del águila real. La esperanza contra la invasión francesa de Napoleón, que impuso en la corona española a José Bonaparte, Pepe Botella, consistía, hasta ese momento, en que llegara al trono Fernando VII, quizá liberal (porque nadie tenía el futuro en los bolsillos). Fernández de Lizardi acaba un texto con una retórica demagógica: "nuestras almas son de Dios y nuestros corazones de nuestro augusto Fernando". Por lo tanto, en Taxco no hubo individuos con afectos profundos por la monarquía hispana, dispuestos a no jugarse las vidas ni sus riquezas; luego, por artimañas de la suerte, Taxco era una ciudad de españoles "aindiados". El galimatías de cartas y excusas de pie de banco que enviaba nuestro autor no pasó por Temixco, hacienda y alrededores, donde los rebeldes no perdonaban ni a transeúntes. La hipérbole del terror justificó a Lizardi. Como los temores no andan en burro, se estableció una especie de Junta, con José Joaquín como presidente y seis individuos "proyectos" auxiliados por un escribano real y público. A la Junta asistían diputados de Minería organizados por el visitador José Gálvez. Por informes de quién sabe quién, averiguaron que las tropas de Hidalgo se reunían en Zitácuaro (antes lo hicieron en Zacualpan). Nueva excusa del entremetido hijo de médico, enviado a ejercer a Tepotzotlán, y ahora en Taxco. La evidencia abría la senda: los "enemigos" planeaban tomar este último sitio y atacar la partida desde la Hacienda Real de San Gabriel: calma, calma, dejemos que los hechos transcurran, decía Lizardi a soto voce en sus discursos. Para reforzar tan obvia táctica del criollo, o nacido en México, José Fernández aclara que en Zacualpan, el comandante realista Antonio Magaña informaría de los giros del asunto a Francisco Xavier Venegas. La hermenéutica de la sospecha permite imaginar que hubo motivo de presunción criminosa, vista desde el ángulo de los colonizadores. Temeraria, sin duda, como denunció José Antonio Andrade, comandante de las Tropas del Rey. Había ordenado mojar la pólvora; los insurgentes se la llevaron porque nadie en Taxco le echó ni una gota de agua. La única realidad evidente hasta aquí es que circundaban la ciudad colonial los insurgentes, ajenos totalmente respecto a la ideología de los millonarios mineros de la plata, a quienes engañaron con un entretejido de patrañas. La orden de Andrade (luego furibundo iturbidista) quizá no fue expedida, o no llegó a su destino, o nadie le hizo caso. Si no hubiera sucedido la toma por los insurgentes, todo aquello se hubiera limitado a ser una charada de guerra. Sí, señor, aclara Lizardi, los guerrerenses que circundaban este Real de Minas eran insurgentes que odiaban la ideología y las prácticas de los mineros. Estaban hartos de morir en un socavón, o por silicosis (los pulmones llenos de metales y reventados), era ese el futuro de los mineros. Para empatizar con sus sufrimientos, tenemos las máscaras del Perú y de Bolivia: unos diablos, porque están bajo tierra, con los ojos rojos, surcados de venas. Ahí se quedarán, dicen icónicamente, cuando bajen, porque nunca más subirían a disfrutar del sol. En la Nueva España, la pólvora era el quid del asunto político, no las armas, al parecer escasas y de mala catadura. No es difícil adivinar que Lizardi, el travestido independentista que ahora portaba traje real, no entregó la pólvora a sus enemigos, sino a las tropas de Hidalgo. El brigadier Hernández le dio las gracias, y los hispanistas fieles lo trajeron en cuerdas a la Ciudad de México. Ya sin escapatoria, Lizardi fue puesto en la cárcel del dominio, repleta de indios, de sus castas mezcladas con negros y de la población que no ceceaba ni tenía dinero para que aparentara ser de rango superior, como lo dictaban las reglas de la apariencia implantadas por una falsa "blanquitud" (categoría que caracteriza, entre otros, al amo colonial). En el calabozo del Divino Rostro, por medio del intérprete, general Vicente de la Rosa, comenzaron las confesiones, los dimes y diretes políticos que transcribía un, atarantado por las circunstancias, escribano público y real (con una ortografía tan balbuciente como la de sus jefes, que escribían poco porque, en decir lizardiano, los ricos no eran duchos en el arte de pasar la oralidad a la letra, por lo cual pagaban amanuenses). Del interrogatorio sobre lo que sucedió en Taxco resultó un altero de demandas, reclamos y fantasías. Cincuenta y ocho reos declararon cincuenta y ocho enredos que nacieron de un pueblo plurilingüe y enemigo del mandamás. Si Nicolás Jacobo (preso 25) y Nicolás Santiago Salazar (el 92) declararon que vieron lámparas, cáliz y cañones y balas, sin precisar el número ni su procedencia, los demás lo negaron. El preso 17, Narciso Rodríguez, dijo que vio en Iguala dos banderas rojas con cruces blancas y otra blanca con cruces rojas, que empuñó durante medio día el preso número 1, José Antonio Rodríguez. Los hispanohablantes declararon que los comandantes de Hidalgo eran Francisco Hernández (siempre amigo de Lizardi) y el capitán Juan. Antonio Vera (¿cómo lo supieron?). Delante de cada declaración de los 41 reos aparece la N, que significaba natural. De acuerdo con la intervención de Isabel la Católica, todos los habitantes de Nueva España, excepto los negros y sus castas, eran españoles; pero no iguales en cualquier aspecto social y legal. Unos hablaban español y mostraban el cobre "gachupín", los 52 restantes eran un lío de rebeldes que denunciaron tres asesinatos ejecutados por los conductores de la cuerda (los reos fueron lanzados al río). El preso 53, Luis Antonio, y el 44, Juan Bautista, a otro cansado desde que salió de Cuernavaca, lo acuchillaron en el cerebro, rompieron la cuerda, lo dejaron tirado y después lo tiraron al río. Esta bola de absurdos dispersos y antitéticos formó nudos. Pocos denunciaron aproximadamente lo ocurrido, el número 5 acusa que en la Real Hacienda de San Gabriel le robaron cuarenta y cinco mulas y sus respectivas cargas. Los hubo que inculparon, sin que nada aclarara el problema en cuestión, a unos "hermanos", posiblemente carnales, del cuatrerismo. Si seguimos las palabras indígenas al tenor (téngase en cuenta que la mayoría de los habitantes hablaban una de las todavía no bien contabilizadas lenguas indígenas; sesenta por lo menos, siendo el náhuatl la lengua franca) acabaremos con la cabeza llena de viento porque cada quien habla de cómo le va en la feria, que justificadamente era una olla podrida de hablas, de miedos e idiosincrasias. De este documento se infiere que estas mayorías simpatizaron, más o menos, con los insurgentes o que, por lo menos, guardaban un profundo rencor a los españoles. ¿Y la justicia, y el pago, intruso? (dice el apuntador, o sea la personificación de la justicia en este monólogo) que se impusieron, no obstante, limitaciones; por ejemplo, no se denunciaron violaciones, raptos, asesinatos, explotación en los alrededores de las ciudades de los pueblos originarios. El público se desentendió, pese a "públicas insinuaciones y persuasivas instancias". Tan poco instruidos estaban los abogados en la defensa de los mineros y de una monarquía lejanísima (si tenemos presentes los medios de comunicación y transporte que hubo), tan poca cosa era su sabiduría práctica como autoridades, que ignoraron que en el incidente se explayaron las brutalidades de la colonización, sus defectos y errores en el área. Mucha culpa tuvieron los gobernantes por sus torpezas en el incidente, tal vez más sonadas que las de la insurgencia de la "plebe": "un precepto condicional queda destruido faltando la condición". Veamos. Andrade reclamó la pólvora cuando ya estaba en manos de las tropas enemigas o insurgentes, faltaba la "condición". Otro argumento engaña bobos. Al parecer era fácil tomarle el pelo a Venegas y acompañantes, tan interesados en abrir la mano y llenarla de pesos fuertes, y tan poco interesados en sus deberes, esto es, alejados de pensar y en la praxis indispensable, aunque se disfrazaran de eficientes, aquellos cargos no eran su fuerte. La venganza ocupaba sus preocupaciones. Hubieran podido enviar a una decena de individuos cuando aquel sobrevenido sin fuero, o sea Lizardi, afirmó que estaba Taxco cuidadosamente guardado y vigilado a causa de las amenazas de los indios de los pueblos circunvecinos. Bueno, Andrade supuestamente envió al teniente Manuel Sánchez, subdelegado de Xochimilco, una ayuda análoga a un envoltorio inmóvil que ocupa un lugar en el espacio, nada más. Como los documentos de la censura ponen un excelente ejemplo de tonterías acumuladas, Fernández de Lizardi echa marcha atrás, a saber, le hace llegar un "SOS" a Andrade: envíenme soldados para llevarse la pólvora; empero por tardanzas infaustas, los rebelados se llevaron a fuerza la pólvora. En contra de las supuestas medidas que llevó a cabo Lizardi cuando demandó al Administrador de Rentas obedecer y remitir a Andrade la pólvora (¿estaba o no estaba atrapado Taxco por un círculo de "enemigos" hartos de la madrastra España?). Este administrador alegaba que se negó porque, a su juicio bien enterado, los insurgentes no "volverían" a Taxco. ¿Volverían? ¿Qué clase de telaraña de palabras sin sentido se pronunciaban sin el menor empacho? Las contradicciones son obvias hasta para el más incapacitado en este asunto de las declaraciones en una Colonia. Ahora analicemos otra narración: un testigo, en aquel momento ya muerto, defendió a Lizardi, confiado en esta vesania histórica. Siguiendo esta mojiganga en carnestolendas, fabulada improvisadamente contra la censura, Lizardi y cómplices simularon que la pólvora estaba en San Gabriel, y el Interino de Justicia invocó a gente para que avalasen su conducta "honesta y sin dobleces": un vecino español vio lo sucedido en un momento del "farsante dominio de los insurgentes". Las calumnias no ensuciaban la lealtad de Joaquín a España, proclamó. Más obvia no pudo ser la cantidad de mentiras inventadas, y cómo los censores estúpidos las creyeron (al parecer eran bastante más limitados mentalmente que los inquisidores). El lobo había llegado a Taxco y la oveja rasurada más le valía salirse por las ramas de Úbeda. Ya encarrilado y viendo los pocos arrestos de los realistas, Lizardi remata este lío con que lo correcto sería que indemnizaran con un premio (un empleo) su "honrada conducta" que deshizo en el papirotazo un altero de calumnias. Si no atendían a su demanda, al menos deberían concederle su libertad, también que le entregaran sus armas y certificaran su lealtad y conducta honrada, alegó en febrero de 1811. Si resaltamos algunos enunciados con cierta coherencia y agregamos otros detalles a este galimatías, obtendremos la tela que se tejió con un altero de hilos: primero, la plebe estaba en contra de los realistas. El 20 de noviembre de 1811, entró Manuel de la Vega, quien confirmó a José Joaquín Fernández de Lizardi en el cargo de Justicia. Lizardi suplicó que lo excusaran de aquel suplicio, empero, desde el cura hasta el último ciudadano pobre de Real de Taxco lo confirmaron en su puesto. Quedó contra su voluntad en el encargo apoyado por los taxqueños plebeyos e indios comarcanos. Dizque pidió ayuda a Andrade, y este administrador se negó a esconder la pólvora. Lizardi desconocía dónde estaba y la cantidad que había. Esta excusa habla de la ignorancia de un teniente de justicia que contaba con el apoyo mayoritario local y del vecindario. Vaya engañifa la de que desconocía la cantidad y dónde estaba la pólvora. Se le ordena mojarla; por algún acto de magia el agua devino no-visible. Como nuestro amigo parecía Pinocho junto al gato y al zorro, o censores, ¿cómo fue incriminado de que los insurgentes se llevaron la pólvora?, ¿por qué no revierte tales acusaciones contra Andrade? Es fastidioso el amontonamiento de pruebas incontestables sobre su honor y lealtad en aquel campo de la anarquía. Dicen que se fue a Iguala a entregarse al comandante Nicolás Cosío, quien lo tenía en mal concepto, suficiente para enviarlo en cuerdas al virrey, como "preso voluntario", cargando los papeles que no llegaron a su destino. Cosío, pese a la ojeriza declarada, aprieta más el embudo de excusas asegurando a Venegas la inocencia lizardiana: los insurgentes, dice, se apoderaron inmediatamente de la pólvora (la escondida, pues). Esta prisión con libertad casi garantizada forma parte de los dimes y diretes, las contradicciones, los absurdos, los apoyos y las acusaciones, cargadas de excusas que se llevó el viento. Ires y venires burocráticos que justificaban el ton ni son político de este pequeño microcosmos de prácticas y discursos farsantes, propiciados por España, un imperio colonizador alejado, muy alejado, de una enorme colonia sublevada, la Nueva España. Los lectores ahora conocen que la censura inquisitorial había caído en las ridiculeces de gente institucional que no pensaban, sino que alargaban la mano para recibir metales preciosos y tierras. Fernández de Lizardi salió pronto de la cárcel. A pesar de que no se habían perdido al menos dos misivas para Venegas. Este vulgar borracho sin dos dedos de frente puso su grano de arena para que la insurrección liberadora del colonialismo quedara como ejemplo sanguinario lleno de torpezas españolas. Visto desde la historia efectual, cabe decir que la opción de liberación imaginaria fue seguir con el colonialismo encabezado por otro Borbón, Fernando VII, feo y más tirano que su padre (salió peor la cura que la enfermedad). Sin embargo, antes de que tomara el Reino, había dos rutas posibles para el "amadísimo Fernando". Lo izaron como bandera Miguel Hidalgo y Costilla y los insurgentes protegidos por Tonantzin-Guadalupe, nuestra madre del Tepeyac. Los líderes de la insurrección, llenos de proyectos utópicos, tan inteligentes y justicialistas, fueron, empero, un desastre militar que Calleja deshizo con unas cuantas medidas, que resaltaron la torpeza de Hidalgo en la batalla como, por ejemplo, las secuencias del Monte de las Cruces, y de José María Morelos y Pavón, que abandonó Antequera, hoy Oaxaca, después de derrotar a los realistas. Sí, nadie sabe el futuro y cuántos recovecos se esconden en la historia. El horizonte español tan dilatado que no se cerraba en tiempos de Carlos V, ahora se iba clausurando. Fernández de Lizardi, después del fracaso doloroso de la primera insurrección, idiosincráticamente esplendorosa y militarmente caótica y sangrienta en exceso, se pregunta, ¿y ahora qué? Una aclaración, nuestro bien amado Lizardi, quien con la libertad de prensa se inventó el seudónimo por el cual es conocido, a saber, El Pensador Mexicano, ¡vaya realista, según ocasionalmente se declaró!, ¿por qué no se llamó El Pensador Novohispano o el Fernandino de Acá, o algún engaño más? Nos da la pista, usa "Mexicano" en su alias y en su periódico personal (de acá no de Europa). En su diario personal acepta intervenciones de quienes quisieran decir algo y no tuvieran el medio de comunicación donde hacerlo. Aminorar y educar contra los dimes y diretes de la oralidad, contra el "bisbís" en palabras de Don Quijote de la Mancha. El futuro utópico de la emancipación tardó en llegar. La suerte no favorecía a los pueblos originarios, sus mezclas ni a los arraigados. Lizardi le propuso a Calleja la venta directa del oferente al demandante de pan y carbón. El virrey le hizo caso y el erario se benefició, Lizardi contribuyó a paliar las hambrunas y las epidemias. Más tarde, en su corta existencia, se entusiasmó con otra puerta que parecía entrecerrada, no cerrada del todo, a saber, la llegada de los liberales al gobierno de España, que desembocaría en la independencia pacífica, no por vía armada, como intuyó en las declaraciones de los liberales diputados de Cádiz y que, posiblemente, supo por algunos amigos suyos que estuvieron por allá, como fray Servando Teresa de Mier. Después de las muestras de absolutismo torpe del "amadísimo" Fernando VII, Lizardi lo tiró por el caño político. Los liberales, imagina, llegarían al poder y, como eran cultos en comparación con los gobiernos de la monarquía borbónica, destructora de la relativa unidad de la Península Ibérica, que perdía cada vez más colonias europeas, mientras que las americanas estaban en franca evolución liberadora, escribe una reveladora misiva a Juan Ruiz de Apodaca, Conde del Venadito (quien mató a Mina en su papel militar), ahora virrey, gobernador y capitán general de la Nueva España, que mostraba pardos tintes liberales. El Pensador Mexicano le propone una suscripción para los huérfanos de Cádiz, a raíz de la invasión napoleónica. Ponderaba indirectamente los arrestos patrióticos de Rafael de Riego (motivo del himno nacional español durante muchos años), de Darcy, Daois y Porlier. Apodaca entendió la analogía lizardiana: el jugo de naranja España lo vació en un vaso agujereado (con la decadente colonización se benefició a los países con piratas de corso (cuyos países tuvieron una revolución industrial gracias a los metales preciosos de América). Apodaca entendió, a pesar de que Lizardi confesaba que escribía con el poco agraciado lenguaje de la canalla (no imitaba el hablar español como el resto de vividores mexicanos de la pluma). En el expendio de jugos había una cola enorme porque el dominador era improductivo y saqueado. Estaba en un eclipse que lo acabaría a marchas forzadas. 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