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Doctora en Historia, Universidad Nacional Autónoma de México. Profesora de Asignatura, A. Investigadora Nacional (SNI), Nivel I. Académica correspondiente de la Real Academia Hispano Americana de Ciencias, Artes y Letras, con sede en Cádiz. Palacio de Congresos y Exposiciones, Cádiz, España, 2009.
[toc] => Introducción 7
El noreste novohispano en la obra historiográfica de fray Juan Agustín Morfi: la Relación geográfica e histórica de la provincia de Texas o Nuevas Filipinas 19
La estructura y la expresión narrativa en la obra morfiana 35
Heurística y crítica en la obra de fray Juan Agustín Morfi 83
A modo de conclusión 141
Fuentes consultadas 145 [free_reading] => ¿Qué fue el septentrión de la Nueva España durante los siglos de la dominación española? Fue una realidad vasta y compleja que no deja de inquietarnos. El norte virreinal en la historiografía mexicana ha sido y es uno de los aspectos de nuestra historia que ha llamado poco la atención de nuestros historiadores, particularmente de aquéllos que creen que la historia nacional de México se reduce a la ciudad capital y sus alrededores. ¿Por qué? La respuesta a esta interrogante puede ofrecer muchas dificultades al intentar aclararla. Resulta que los siglos mexicanos en la literatura y la historia han volcado sus fuerzas a reducir la identidad a esta parte de nuestro territorio: los antiguos aztecas, venidos del norte, detuvieron su andar cuando avistaron el águila que Huitzilopochtli había profetizado como señal inequívoca del fin de sus andanzas y el principio de su dominio. Después de la conquista de México en el centro de los antiguos dominios de los mexicas, el virreinato comenzó a mirar hacia el norte. Hernán Cortés se embarcó hacia esa dirección y encontró el mar que hoy lleva su nombre. Durante la segunda mitad del siglo XVI, tuvo lugar la famosa guerra chichimeca, cuyo teatro de operaciones fue precisamente el norte y la cual terminó por impulsar la búsqueda de minas y la expansión de la cristiandad con la dificilísima tarea de anexar los errantes pueblos seminómadas de Aridoamérica. Al final del siglo XVI y durante casi todo el XVII, florecieron ciudades y poblados alrededor de aquellos puntos donde la minería atraía el interés de todo tipo de comerciantes. La dirección de este desarrollo también fue, naturalmente, el norte. El siglo XVIII, según el espíritu crítico e ilustrado de la época, animó a los monarcas españoles a impulsar el envío de expediciones hacia allá con el fin de conocer mejor sus territorios. Entre los episodios más destacados está el de don José de Gálvez, impulsor de la Comandancia General de Provincias Internas, la cual comprendía las Californias, Sonora, Nueva Vizcaya, Nuevo México, Coahuila y Texas, establecidas formalmente hacia 1776. En uno de sus recorridos por esa zona Gálvez perdió la razón y, en medio de la locura, imaginó ejércitos de simios que ayudaban a terminar con los indios rebeldes y protagonizó sucesos tragicómicos que en su momento ruborizaron- a sus subalternos. Recuperada su salud mental, volvió a España para ser nombrado ministro de Indias; desde ahí pudo aplicar con vigor las reformas que no había terminado de consolidar en la Nueva España. En 1785, en virtud de los méritos que había acumulado durante su carrera al servicio de la corona, le fue concedido el título de marqués de Sonora, aquel lugar que, paradójicamente, le hizo delirar durante el cumplimiento de la gigantesca tarea que significó llevar a efecto las reformas borbónicas. Después, sobrevino la severa crisis del sistema imperial, aguzada por la influencia revolucionaria francesa de 1789 y el impacto de este fenómeno en la conciencia novohispana de la primera década del siglo XDC. La Independencia no sólo causó alarma cuando la libertad se sembró en el Bajío y esparció sus estruendosos gritos de dolor por toda la Nueva España. Los diez años que duró la contienda sólo se centran en la región más conocida del actual México. ¿Por qué? En este punto, vuelve a llamar la atención el silencio de la historiografía respecto al norte. La última parte de la secuencia épica de Miguel Hidalgo terminó hacia 1811 en Acatita de Baján, en el actual estado de Coahuila. Este ciclo sólo sellaría de forma definitiva su destino cuando, destronado, exiliado y retornado sin ser redimido, Agustín de Iturbide fue fusilado en Padilla, en el actual estado de Tamaulipas. En los años siguientes, parte de esta zona acapararía la atención, tristemente, no de los mexicanos, sino de sus vecinos que llevaban exactamente sesenta años de vida independiente. Hacia 1780, los Estados Unidos ya habían puesto sus ojos en los territorios desprotegidos de la Nueva España. Thomas Jefferson, en 1804, recibió en Washington a Alexander von Humboldt como huésped de honor, pues estaba interesado en conocer las conclusiones a las que éste había llegado luego de haber visitado América de Sur y, sobre todo, el territorio novohispano. Sus diligencias tuvieron éxito. Albert Gallatin, entonces secretario del Tesoro de Estados Unidos, se encargó de pedirle personalmente a Humboldt los mapas de México que éste tenía para hacer varias copias; sin embargo, nunca se los devolvió a pesar de que el polímata prusiano se lo recordó a través del propio James Madison. Desde entonces las intenciones estaban más que claras. 1836 fue el comienzo del fin: una guerra destinada a perderse por la inadecuada dirección de Antonio López de Santa Anna y los desórdenes en la vida civil mexicana propiciaron la irremediable pérdida de Texas, que apenas había declarado su independencia y ahora clamaba su anexión al país vecino, situación que incomodó permanentemente a México y fue objeto de una larga disputa de infinitos alcances que todavía hoy son motivo de polémica. Con todo, el desastre mayor vendría diez años después. México, turbulento y tambaleante, se desmoronaba de forma dramática. La discusión sobre si un sistema federalista o uno centralista era el ideal agotaba las arcas de la nación y la paciencia de aquéllos que conformaban esa relativa mayoría que deseaba ser un país próspero. Aunque estados como Chiapas se inclinaban por seguir perteneciendo a México, otros como Yucatán proclamaban su independencia. Mientras tanto, más al norte Santa Anna castigaba a Zacatecas cercenándole el pedazo más preciado de su territorio para dar lugar a la creación de Aguascalientes. La historia cuenta que esto se debió a que el estado se levantó contra el sistema centralista. Por su parte, otros dicen que se debió a un supuesto y afortunado beso que doña María Luisa Fernández Villa de García Rojas dio al dictador para que éste convirtiera ese territorio en estado a finales de 1836. Cualquiera que haya sido el motivo, el hecho era un síntoma inequívoco de la desestabilización generalizada que vivía México en la década de 1830 y que lo llevaría a un paulatino debilitamiento. El país pudo salvarse cuando Francia envió sus tropas para hacer justicia a un puñado de ciudadanos -entre los que se encontraba un pastelero por el que se dio el famoso nombre de "Guerra de los pasteles" a esta intervención militar donde Santa Anna perdió una pierna-, pero no sucedió lo mismo cuando Estados Unidos lo invadió nueve años después. Nuevo México, la Alta California y la formal anexión de Texas fueron los botines más preciados de la dolorosa guerra de 1847. El norte de México, luego de más de veinte años de vida independiente, cobraba ahora una importancia inusitada. La desordenada campaña de Santa Anna y sus generales tuvo episodios luminosos, como la derrota propinada a los estadunidenses en La Angostura. Sin embargo, por sí misma no fue suficiente para contrarrestar el poder de una nación disciplinada y segura de sus objetivos, los cuales, si bien pudieron haber sido ilegítimos, eran claros y pujantes. El ignominioso izamiento de la bandera estadunidense en el antiguo palacio virreinal -aquél desde donde a finales del siglo )(VIII el marqués de Branciforte ideó fortificar precisamente los puntos más vulnerables del territorio ante una eventual invasión inglesa- así como la humillante firma de los tratados de Guadalupe-Hidalgo fueron el final de una larga angustia que terminó en una sensible desmoralización y la pérdida no sólo de la mitad del territorio, sino también de cierta seguridad del gobierno mexicano en los años venideros. Después de esto, el país quedaba mutilado igual que su presidente. Seis años después, en 1853, sucedía la venta de La Mesilla, zona perteneciente a los estados de Sonora y Chihuahua, como parte del proyecto de construcción de un ferrocarril transpacífico a lo largo del sur de los Estados Unidos y también de la avaricia pecuniaria del mismo Santa Anna para tratar de sostener su moribundo gobierno. Así terminaban las ambiciones de los estadunidenses sobre México, pero no porque su hambre territorial estuviera saciada, sino porque lo último que deseaban era la fatiga de una segunda expulsión de los mexicanos de aquellas comarcas que no habían alcanzado a devorar. La experiencia inglesa del siglo XVII en las antiguas colonias había dejado sus dividendos. La caída de Su Alteza Serenísima y la disputa entre liberales y conservadores daría paso a una nueva etapa histórica. Los antiguos caudillos de la Independencia habían desaparecido y una nueva generación de estadistas irrumpía vigorosamente. El trauma de la derrota contra el vecino del norte había generado entre los mexicanos la convicción de que había que cuidar lo que restaba de la antigua Nueva España, al menos en términos geográficos, porque los liberales estaban decididos a terminar con uno de los elementos que más recordaban al antiguo régimen: la Iglesia. El ataque de las Reformas a esta institución fue el epicentro de un movimiento en el mundo de la política que terminaría por derribar parte de la estructura eclesiástica. Quienes estaban convencidos de la utilidad de conservar la herencia novohispana fueron los primeros en reaccionar. Así, con estas causas profundas que tocaban los aspectos más sensibles del pueblo mexicano, como la religiosidad, comenzó una guerra cuyo aparente término fue la atracción de las fuerzas imperiales europeas que impusieron una corte y un imperio imaginarios. El viejo sueño del sobrino de Napoleón Bonaparte de lograr un imperio latino se haría realidad. Los conservadores, parcialmente derrotados, acudieron al palacio de las Tullerías para obtener el favor de Napoleón III, emperador de los franceses, y salvar, mediante la intervención, la sagrada herencia de tres siglos y medio de historia. El interés combinado de estas acciones propició varias víctimas: la primera fue la soberanía nacional; la segunda, el gobierno legalmente establecido; y la tercera, un noble liberal con aires románticos y pletórico de ideales casi irrealizables: Maximiliano de Habsburgo. Terminada la campaña contra México, donde el episodio más recordado fue la gesta de Ignacio Zaragoza, se estableció eso que ha dado en llamarse Segundo Imperio Mexicano. Ante estas circunstancias, el último refugio seguro de la república de Benito Juárez también fue el norte. Sin embargo, la victoria del ejército del "pequeño Napoleón" fue fugaz, pues la Prusia de Bismarck avanzaba hacia el oeste de Europa y sus ejércitos estaban tan próximos a las fronteras francesas que el sobrino incómodo del fundador de los napoleónidas terminó por llamar a sus tropas activas en la campaña mexicana para tratar de contrarrestar este avance. Años más tarde, en 1871, su imperio perdería la guerra ante los prusianos, pero mientras luchaba por mantener su hegemonía en Europa abandonó a su protegido Maximiliano de Habsburgo para condenarlo a la trágica historia que conocemos. La acompasada victoria de la República, que avanzaba desde el septentrión, cubrió de gloria su propia historia cuando Maximiliano murió fusilado al pie del Cerro de las Campanas y culminó el 15 de julio de 1867 cuando Juárez entraba con su ejército en la ciudad de México. De la Segunda República nació el Porfiriato, y de esta pax augusta se gestaría la primera revolución del siglo XX y la más importante transformación de México en los últimos 104 años: la Revolución mexicana. Ésta, la Revolución, también vino del norte, pero de uno deseoso de participar en la administración del gobierno y de ser protagonista de la vida nacional. Por primera vez, el norte mexicano daría su personalísimo sello a la historia mexicana no sólo con el inicio de la revolución en la persona de Francisco I. Madero, sino con toda la dinastía sonorense de políticos que no terminaría sino hasta 1934 con el ascenso de Lázaro Cárdenas, la expulsión del país del "Jefe Máximo" y su exilio también en el norte, esta vez en los Estados Unidos, donde finalmente murió en 1945. Desde entonces a la fecha, la zona norte de nuestro país se ha transformado de manera tan sutil y profunda que a veces cuesta trabajo reconocer hasta dónde llega su mexicanidad. Dentro de todo, ha conservado algo que se mantiene invariable: su complejidad. La cercanía con Estados Unidos la ha influenciado de tal modo que en ambos lados de la frontera se ha creado una suerte de nueva identidad difícil de comprender y más difícil aún de conceptuar historiográficamente. Ello es una labor complicada, pero no imposible. El breve análisis llevado a cabo hasta este punto ha tratado de dar una idea de la historia de esta región para así poder comprender por qué en estas latitudes desde donde escribo se ha olvidado aparentemente la importancia del norte, tanto novohispano como mexicano -centralista, federal o imperial-, el cual no ha dejado de dar notas de interés como la que a continuación presentaré. 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