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(Ciudad de México, 1914 - id., 1998) Escritor mexicano. Junto con Pablo Neruda y César Vallejo, Octavio Paz conforma la tríada de grandes poetas que, tras el declive del modernismo, lideraron la renovación de la lírica hispanoamericana del siglo XX. Recibió el premio Nobel de Literatura de 1990, el primero concedido a un autor mexicano. Nieto del también escritor Ireneo Paz, los intereses literarios de Octavio Paz se manifestaron de manera muy precoz, y publicó sus primeros trabajos en diversas revistas literarias. Estudió en las facultades de Leyes y de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional. Sus preocupaciones sociales también se dejaron sentir prontamente, y en 1937 realizó un viaje a Yucatán con la intención de crear una escuela para hijos de trabajadores. En junio de ese mismo año contrajo matrimonio con la escritora Elena Garro. Abandonó sus estudios académicos para realizar, junto a su esposa, un viaje a Europa que sería fundamental en toda su trayectoria vital e intelectual.
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EL ESTRUENDO DE LA PAZ
OCTAVIO PAZ EN SAN FRANCISCO
Antonio Saborit 7
LA CONFERENCIA DE SAN FRANCISCO ROOSEVELT EN SAN FRANCISCO PREPARATIVOS PARA LA
CONFERENCIA MUNDIAL 31
¿QUÉ SE DISCUTE EN SAN FRANCISCO? 45
ESTADOS Y SUPERESTADOS 57
LOS PROBLEMAS DE LA PAZ 69
LA UNIDAD DE LATINOAMÉRICA. BATALLA DIPLOMÁTICA EN SAN FRANCISCO 81
LA CONFERENCIA MUNDIAL. DE DUMBARTON OAKS A SAN FRANCISCO LA DISTANCIA NO ES MUY GRANDE 93
Cronología 104
Bibliografía mínima 106 [free_reading] => PRESENTACIÓN EL ESTRUENDO DE LA PAZ OCTAVIO PAZ EN SAN FRANCISCO La Conferencia de San Francisco fue la puerta por la que Octavio Paz se adentró en la vida y las intrigas de la diplomacia. Y en ese tránsito, pero sobre todo al escribir este conjunto de crónicas para la revista Mañana, acabó metido en el pasaje de una sucesión presidencial en la familia de la Revolución mexicana, una familia "real y reinante", como a mediados del siglo xx la caracterizó Salvador Novo, "cuyo escudo de armas ostenta una 45 y un garrote electoral, y cuya historia, ya larga de treinta y cinco años, halla puntos de interesante contacto con las familias griegas más inmortales". Nada de esto debió de ser muy grato para un escritor como Paz, aun cuando mucho tiempo después registró bajo un signo positivo su experiencia en San Francisco, y apenas comportó un magro respiro para la difícil situación económica en la que él y los suyos se encontraban hacia el mes de abril de 1945, luego de año y medio de residencia en Estados Unidos. Al concluir la relación académica de Paz con la Universidad de California en noviembre de 1944, en uno de cuyos campus se dedicó a estudiar y documentar durante un año la expresión poética del concepto de América, y ya sin los 165 dólares mensuales que recibió durante ese tiempo de parte de la Fundación Guggenheim, la estancia californiana de Paz en realidad la sostenían un par de alfileres. Uno, su propia decisión de no volver (al menos inmediatamente) a México, y el otro, el deseo de arreglárselas para sobrevivir allá con un ingreso seguro de unos treinta dólares semanales, que era lo que al cambio de moneda le dejaban la licencia con goce de sueldo que le otorgó la Comisión Nacional Bancaria más la modesta paga con la que la Secretaría de Relaciones Exteriores retribuía sus pequeños servicios para el consulado mexicano en San Francisco. Las primeras horas de la educación política y de la formación profesional de Paz quedaban del otro lado del bruñido cristal del presente, en un pasado inmediato que él mismo veía alejarse un poco más semana a semana y cuya piel iban salando la distancia y los silencios del afecto. Así, entre las evocaciones y recuerdos de la casa paterna debían de ir encontrando paulatino acomodo las alfabetizaciones de la Preparatoria, el mudo tránsito por la Escuela de Derecho, la militancia durante una breve temporada en la ciudad de Mérida, los sobresaltos que comportó su primer viaje a España para el Segundo Congreso Internacional de Escritores en Defensa de la Cultura, y su primera visita a Francia. También atrás quedaba un puñado desigual de notas, ensayos, conferencias y poemas que en su momento el mismo Paz había logrado colocar en las diversas y perecederas páginas de su propia generación, como Barandal, Cuadernos del Valle de México, Taller y Letras de México; en diarios de combate como El Popular; en la plaquette que tituló Luna silvestre, en los numerosos ejemplares del folleto ¡No pasarán! y en los primeros títulos de una bibliografía que con seguridad le importaba más por su contenido que por sus cifras: Raíz del hombre, Bajo tu clara sombra y otros poemas sobre España y Entre la piedra y la, flor. Todo esto ya era materia para las ficciones inestables del pretérito, ensayos inaudibles de una impensable consagración doméstica. Adelante, en cambio, aunque también del otro lado del cristal del presente, Paz alcanzaba a vislumbrar las responsabilidades de su propia vocación literaria al tiempo que oía el llamado categórico del demonio de la acción y de una vida vivida a plenitud en la historia del mundo. La progresiva derrota de los fascistas y la proximidad de un mundo sin guerra imponían en los sobrevivientes la obligación de construir un nuevo orden internacional, si no virtuoso, al menos mucho más justo y seguro. Así, el día menos pensado Paz se convirtió en testigo de la transformación paulatina de los servicios y del aparato de seguridad de San Francisco al prepararse para atender, recibir y vigilar a los miles de visitantes de casi todo el mundo que llegaron a la ciudad para redefinir los términos de la victoria. Entre abril y junio de 1945 Octavio Paz enriqueció la oferta periodística de Mañana. En esa época, la revista, su director Regino Hernández Llergo, el j efe de redacción José Pagés Llergo y la plana de linotipistas, formadores, impresores y colaboradores -entre los que destacaban el caricaturista Antonio Arias Bernal, los fotorreporteros Enrique Díaz y Vicente Ortega Colunga, y articulistas como Benjamín Jarnés, Rubén Salazar Mallén, Daniel Morales, Salvador Novo, Rafael Solana y José C. Valadés- vivían un inusitado momento de expansión editorial y financiera en el cuartel de la calle Ignacio Mariscal. Dos décadas antes, cuando trabajaban en La Opinión de Los Ángeles, Hernández Llergo y Pepe Pagés habían imaginado una publicación propia en México. La querían moderna, capaz de subsistir a los caprichos de un hombre o de un gobierno y con los arrestos para incorporarse con alguna relevancia al encarnizado medio político nacional, un medio que si bien despedía el aroma de las componendas de la pólvora y el siseo de los acuerdos, lo cierto es que tomaba muy en serio a la prensa escrita. No obstante que el trabajo cotidiano en La Opinión demandaba todo su esmero y compromiso con la muy heterogénea comunidad mexicana en California, los Llergo eran ante todo pragmáticos y sabían que no eran ni los primeros ni los únicos que se planteaban semejante iniciativa editorial. Más aun, cuando empezaron a contemplarla, un campo sembrado de esqueletos se levantaba ante sus ojos -como los de El Globo de Félix F. Palavicini, cerrado en 1925 a raíz de un conflicto con Alberto J. Pani, secretario de Hacienda de Plutarco Elías Calles. En diciembre de 1936, en el interior de un jacalón de la calle Market, Hernández Llergo y Pepe Pagés decidieron abandonar La Opinión, volver a México y ver la manera de hacer realidad su empresa. Poco antes, en mayo, para sacar provecho de la residencia en San Diego de un Calles a quien el presidente Lázaro Cárdenas acababa de expulsar del país, los Llergo llamaron a su puerta, expusieron el motivo de la visita y lo invitaron a invertir una parte de su patrimonio en esta nueva aventura periodística. Ellos decían conocer bien el mercado de las populares revistas ilustradas y aseguraban que sabrían mantener a flote la propia. Estaban al tanto de la experiencia del coronel José García Valseca con sus publicaciones ilustradas, desde el descalabro inicial con la revista Provincias hasta la consolidación del gran negocio que producía la tira cómica Paquito y el diario Esto. Acaso el propio Calles ya había pensado en un medio impreso para hablar, defenderse, orientar a la opinión pública. Por otra parte, los Llergo y su equipo ya estaban hartos de trabajar al margen de la verdadera competencia y sin ninguna posibilidad de crecer al ritmo de sus ambiciones. Calles escuchó a sus visitantes esa mañana y al final de la charla les pidió un presupuesto detallado para evaluar la resistencia de sus propios recursos. ¿A cuántos más les diría lo mismo Calles en su destierro? Siete meses después de esta entrevista, y ya sin ánimo de aguardar por más tiempo la respuesta del ex presidente, los Mergo volvieron definitivamente a México. Instalarse en la capital del país y dar forma y contenido a una publicación de 66 páginas fue casi lo mismo. El 27 de febrero de 1937, desde una buhardilla ubicada en el número 6 de la calle de Uruguay, los Llergo vieron nacer Hoy. El éxito de esta revista, si bien no modificó los rumbos de la política nacional, al menos significó un cambio en el panorama mediático y durante los siguientes seis años se caracterizó por la audacia de su diseño, la preeminencia de la fotografía, la calidad y la buena paga a sus colaboradores. Sin embargo, a raíz de un boicot de anunciantes promovido desde el gobierno a principios de 1941, durante dos años la sombra de El Globo de Palavicini cayó sobre Hoy, al decir de Pepe Pagés, "como el graznido de un cuervo ante la proximidad del cadáver". Fue entonces cuando los Llergo decidieron salir de secas y deudas: vendieron la revista a Manuel Suárez -el empresario que intentó sacarlos a flote nada más por hacerle un favor a su amigo y compadre el presidente Manuel Ávila Camacho- y se aplicaron en la creación de otra revista. Así, a los dos meses de finiquitar la venta de Hoy, la tarde del sábado 28 de agosto de 1943 Manuel Corchado, patriarca de los voceadores de México, llamó por teléfono al despacho prestado que ocupaba Hernández Llergo en la calle Cinco de Mayo para avisarle que en el transcurso de ocho horas se había agotado la primera entrega de Mañana. Esta nueva revista fue, literalmente, la suma de la experiencia administrativa de García Valseca -propietario de los talleres de la Editorial Panamericana-, del talento del ingeniero Juan Castillo -constructor de una máquina de retrograbado a colores que en breve se emplearía para los forros de la revista- y del respaldo de la misma plana de redactores y colaboradores de Hoy. Debido a la velocidad del relevo entre las dos publicaciones, los Llergo consiguieron que Mañana ocupara el espacio que ellos mismos habían creado en el medio nacional. Las novedades que ensayaron en sus páginas no pasaron inadvertidas: las portadas de Arias Bernal, el diario en público de Novo, las columnas de Jamés, Morales, Solana o Valadés y, en particular, las corresponsalías especiales, como las de Paz y el mismo Pagés. Pero no fue todo. Una vez capitalizada la revista, el proyecto original de un diario volvió a ponerse sobre la mesa. 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