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Nació en Argentina en 1937 y vive en México desde 1976. Es académico en la Universidad Autónoma de Puebla, en la que fundó, en 1988, el Programa de Semiótica y Estudios de la Significación, del cual es director. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores, Nivel III, de la Academia Mexicana de Ciencias y de la Academia Mexicana de la Lengua.
[free_reading] => Acerca del habla en México Hay palabras que no necesitan ser dichas pero que uno no puede dejar de decir. Por ejemplo, cuánto me llena de satisfacción el acto que se lleva a cabo en estos momentos. Me satisface y me enorgullece haber sido objeto de este reconocimiento porque algún mérito se me vio para ello, pero sobre todo por la gente querida –amigos, colegas, compañeras y compañeros– que se sienten reconocidos en este reconocimiento porque nos reúnen largos años de tareas y afanes compartidos. En cuanto a mi ingreso en la Academia Mexicana de la Lengua, también es casi innecesario decir que me abruma pensar en tantos hombres ilustres que pasaron por ella desde sus primeras sesiones efectivas celebradas allá por 1875; tantos filólogos de saber erudito o escritores de brillante pluma a quienes yo debería, desde ahora, esforzarme por emular. Para atenuar ese sentimiento prefiero quedarme en mi casa, es decir, en esta Universidad, y limitarme a decir que, como miembro correspondiente por Puebla, me siento una suerte de heredero del aaestro Salvador Cruz Montalvo, con quien esta Universidad estuvo dignamente representada antes de que yo tuviera este lugar en que hoy se me confirma. Ojalá la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, mi Universidad, pueda sentir que vuelve a estar presente con aceptable decoro en la Academia Mexicana de la Lengua a través de mi persona. La tarea que ha tenido, y tiene, ante sí una Academia de este tipo no es simple. Las academias nacionales de una lengua multinacional como es el español son, podría decirse, un delicado intento por establecer el necesario equilibrio entre lo local y lo global, entre la norma culta y los usos populares, mejor dicho entre los regímenes de escritura y los regímenes de oralidad, lo cual es tanto como decir entre lo intelectivo y lo afectivo pues la escritura más bien tiende a lo primero, y la oralidad a lo segundo. Pero sin duda también habría que distinguir entre lo nacional y lo regional, pues una nación está a su vez integrada por diversas regiones y son las hablas regionales las que, por tener a la comunicación oral como fuente, aportan el caudal de su creatividad para dar vida a la lengua nacional. Todas las hablas regionales, las de cualquier nación, tienen sus necesidades expresivas, sus formas de elaborar la comunicación, y también sus secretos, secretos que quedan más allá de lo que un aficionado a la lingüística como yo, o incluso un lingüista hecho y derecho, podrían averiguar. Para el caso del español que hablan los mexicanos, sería redundante ponderar el ingenio verbal que en él se despliega pues es harto conocido, y para quien no lo conoce por ser un recienvenido bastaría con una visita a cualquiera de sus tianguis o aun a los sitios urbanos de reunión distendida para entrar en contacto con esa especie de festival lingüístico que ahí se desarrolla. O le bastaría con ver una película protagonizada por Cantinflas, ese modelo insuperable que muestra su destreza en el desvío, su maestría para salir del paso con una rapidez mental y verbal de infinitos recursos. Nadie mejor que él ha practicado la retórica del subterfugio, o el arte de sustraer la realidad que está ante los ojos y reemplazarla por otra, hecha de puros gestos y palabras. A mí, que llevo exactamente cuarenta años de vida en México, lo que nunca deja de sorprenderme es que esta suerte de continuo regodeo en la producción de giros idiomáticos y piruetas argumentativas esté tan extensamente repartido en su población y alcance prácticamente por igual a todas las clases sociales que la integran. Yo podría decir que casi no he encontrado mexicano o mexicana despojados de agudeza verbal, aunque muchas veces la posición social que ocupan, o la profesión en que se desempeñan, los obligue a una conducta retraída y un habla cautelosa o protocolar. Me explico mejor: en los medios en que me muevo he encontrado a menudo, y por causas diversas, a personas cuya comunicación se muestra afectada por la inhibición o la timidez. Y sin embargo, por los años que llevo de observar conductas y sobre todo modalidades de habla, yo estoy siempre seguro de que esa persona –funcionario, estudiante o prestador de servicios– en cuanto se encuentre en una situación en la que se sienta relajado, en cuanto se afloje la corbata o aun encorbatado se beba algunas copas, se convertirá en una fuente de dichos ingeniosos y argumentaciones invencibles. Los minusválidos verbales son pieza rara en México. Yo diría que el goce de la lengua y la explotación de sus posibilidades expresivas son de hecho un ejercicio continuo. Es como si en su infancia más temprana el hablante mexicano hubiera absorbido, junto con otros jugos nutricios, esa característica habilidad que a lo largo de su vida irá ejerciendo con la naturalidad de quien se mueve en un terreno que siempre le ha pertenecido. Diría eso, y agregaría que, justamente por eso, por ser algo que se transmite o se hereda en la profundidad, tal característica se asienta en un núcleo siempre enigmático. Es claro que más de una vez se ha tratado de explicarla, y no sin razones, como una compensación de otras carencias igualmente profundas, o como la continua búsqueda de espacios de libertad ante una vida signada por la restricción. Esto sería como explicar que las burlas y desfiguros dedicados a la muerte no hacen sino exhibir el deseo de conjurar el temor que la muerte nunca deja de inspirarnos. Se trata de explicaciones verdaderas pero también insuficientes para dar cuenta de lo peculiar de estas conductas y sobre todo del suelo emocional en que ellas se sostienen. Dado que mi profesión, y aun más que mi profesión, mi vida entera ha sido dedicada al amor a la palabra y al asombro frente a lo que las palabras hacen con nosotros, yo prefiero pensar que el hablante mexicano es un sujeto –individual o social– que transforma las palabras en la misma medida en que es transformado por ellas, que recurre a su poder al mismo tiempo que trata de armarse frente a sus efectos, que las explora gozosamente en la misma medida en que trata de cubrirse de ellas, con ellas. Las palabras, y el tono de voz con que se las profiere, adquieren matices inesperados, revelan comportamientos, formas de valoración o maneras de representarse el mundo, prometen, amenazan o entusiasman y crean un vínculo entre quienes comparten tales valores y tales representaciones. De ahí que ciertas voces tengan más peso expresivo que otras, que ingresen con mayor o menor energía semántica en la conformación de redes o de constelaciones léxicas. Estas redes o estas constelaciones dan cuenta de un modo social de ser, de desear, de temer o imaginar. Si le pidiéramos a un hablante mexicano que hiciera una selección de las expresiones de mayor carga expresiva a las que recurre en el habla cotidiana, creo que difícilmente dejaría de mencionar voces como cabrón, madre, ahorita, ándale o pendejo. Cualquiera de esas voces, apenas hace falta decirlo, es un centro expansivo, se despliega en funciones gramaticales diferentes, se asocia a otras palabras por analogía, por desplazamiento o por oposición: ahorita da, por ejemplo, orita, oritita, tantito, órale, ni maiz. Creo eso pero creo aun más firmemente que si le pidiéramos a nuestro hablante que de esa selección a la que hemos aludido seleccionara a su vez una, una sola palabra, y que si nuestro hablante está medianamente atento a sus propios hábitos verbales, difícilmente vacilaría o vacilaría sólo por pudor. Según lo que uno oye aquí y allá, en no importa qué esfera social, y según queda establecido, de hecho, por las agudas reflexiones que le han dedicado escritores, antropólogos sociales, lingüistas e intelectuales en general, esa palabra sería chingar, palabra que se sitúa a la vez en un centro y un origen. Esa palabra tiene varias acepciones según la zona geográfica en que se utilice. En México, la acepción de base es la que el Diccionario de la Real Academia Española pone en cuarto lugar definiéndola como una “Voz malsonante” que significa “Practicar el coito, fornicar”. Insistente tanto como insoportable, esa expresión, oída o proferida en México, como ya muchas veces y de muchas maneras se dijo, alude a una suerte de pecado de origen, a una mancha infamante que persiste en el tiempo histórico y que por esa persistencia deja de ser historia para ser mitología: es decir, queda anclada en una profundidad mental y moral de la que parece imposible sustraerse. Ello explicaría que, en relación con esta palabra, el hablante mexicano se sienta interpelado, o más bien desafiado, y que trate de conjurar sus efectos moviéndose entre la blasfemia y la eufemia, esto es, afrontándola radicalmente o solapándola mediante desvíos incesantes. Usada como blasfemia en un arrebato pasional, el verbo chingar, en cualquiera de sus conjugaciones, tiene un efecto cuasi performativo porque su sola pronunciación, brutal, realiza imaginariamente la acción que esa palabra significa. Chingar es palabra que chinga. Más que una palabra, entonces, ella llega a ser un acto ultrajante, un golpe que toma por objeto a alguien a quien el que la profiere busca victimizar. Es palabra que hiende, que abre una herida humillante en un cuerpo vulnerable. Seguramente por ello este uso blasfemo está reservado a ciertos momentos de fuerte tensión confrontativa. Así, resulta más frecuente verla aparecer atenuada o domesticada por usos eufemísticos. Por ejemplo, apocopada en ¡chin! se convierte en una interjección que denota sorpresa o admiración, e incorporada a la frase andar en chinga nos presenta a un sujeto que se agita y se apresura como quien huye acaso llevado por un chingo de obligaciones que pueden resultar puras chingaderas. Por otro lado, el funesto adjetivo chingada se atenúa en palabras de parecida estructura silábica y fonética como “fregada”, “tiznada”, “guayaba”, “patada”, “mañana”. Todos sabemos, entonces, qué se quiere decir y sobre todo qué no se quiere decir cuando se dice “Hijo de la guayaba”. 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Acerca del habla en México: discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua, 3 de marzo de 2016
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