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Ha sido desde testigo de la Revolución Mexicana en Bolonchén hasta historiador y literato, pasando por chiclero, milpero y músico.
[toc] => " Nota sobre la edición
" Entre el olvido y la permanencia: memoria e identidad
" Introducción
" La historia de la rebulocion del pueblo de Bolonchen Ticul Can. El año del 1918 [free_reading] => La memoria es un mecanismo de sobrevivencia. Mediante ella se recrea, ordena y explica el origen, y el recorrido adquiere sentido. Somos lo que recordamos, pero también somos lo que olvidamos: nuestra existencia se construye mediante complejos engranajes que posibilitan, por un lado, la toma de conciencia de la propia génesis -como individuos y componentes de una familia o una comunidad- y, por el otro, la integración de los factores que conforman la cultura, dan sentido a las relaciones, establecen y mantienen el orden y funcionan como aglutinante en la vida social. De muchas maneras, la memoria adquiere una función deíctica, que nos ubica en un lugar y un tiempo determinados, delineando el sentido y las fronteras de la historia. Pero su flexibilidad ha resultado ser también su debilidad, como advierte Ibarra, retornando a Le Goff: "subjetiva y parcelaria, la memoria resultaba siempre un tiempo sospechoso para la historia". Su validez, entonces, está íntimamente vinculada con la autenticidad que se le adjudique, convirtiéndose en una representación del pasado que trasciende la propia existencia y la ubica en un plano comunitario, regional o nacional. La memoria, aquello que Nora definiera como la instrumentalización del pasado en el presente, y su papel en la construcción de la historia -o las historias- ha sido abordada desde muy diversas corrientes teóricas, a partir de distintas disciplinas. No nos ocuparemos aquí de hacer un recuento al respecto, sino más bien de traer de vuelta algunos puntos de reflexión que nos ayuden a comprender la importancia de conocer y analizar testimonios corno el que este volumen recoge, obra de don Tibrurcio, acerca de uno de los acontecimientos que, desde su perspectiva, definieron el carácter, el pasado y el presente de su comunidad. Con frecuencia, la memoria consciente es aquella heredada a través de la historia, es decir, de la interpretación racional de los recuerdos, pero no es la única; ni la más inmediata. Es sí, como advertía Chartier, "de orden universal", de carácter científico. Pero tenemos también una historia más próxima, basada en las propias experiencias y en los relatos transmitidos especialmente por la familia, que nos permite ubicarnos en un contexto colectivo más amplio, determinada por "las exigencias existenciales de las comunidades para la cuales la presencia del pasado en el presente es un elemento esencial de la construcción de su ser colectivo". Surgida de lo doméstico, lo cotidiano, lo empírico, suele ser valorada especialmente en las comunidades donde la tradición oral aún conforma una parte sustancial de la cultura y la vida diaria, porque casi siempre se construye a partir de vivencias, sueños, símbolos, percepciones, necesidades, y no de fuentes materiales o documentos (aunque en algunas ocasiones se apoye en ellos). La memoria histórica, esa construcción colectiva del recuerdo -y del olvido- que con frecuencia identificamos como tradición, suele permanecer restringida a la oralidad, pero en ocasiones, alguien -algún integrante de ese colectivo- considera necesario dejar un testimonio escrito, vuelve sobre sus pasos y los pasos de su comunidad, mira el pasado de manera distinta, lo analiza y lo registra. La memoria adquiere entonces nuevos matices que se deberán considerar. Podríamos hablar aquí de lo verdadero y lo verosímil, es decir, analizar lo que ocurrió y lo que pudo haber ocurrido, porque como advierte Ricoeur "el recuerdo plantea la dificultad de representar un hecho pasado que está ausente, que ha desaparecido". Desde esa perspectiva, es muy probable que el valor del documento que aquí se consigna resulte considerablemente distinto al que se le puede dar en tanto registro de la memoria. En efecto, la inexactitud suele ser el principal argumento para descartar la memoria colectiva como fuente fidedigna. Pero ocurre que estos recuerdos no fincan su valor en esa precisión, sino en el significado que tienen para la comunidad y su importancia en la construcción de los distintos niveles de identidad. Niveles que parten de la memoria individual y que se entretejen con la colectiva, en una relación dinámica, influyendo mutuamente la una en la otra. Sabemos que la memoria no es inmutable. Es selectiva y cambiante: constantemente olvidamos, modificamos, omitimos, transformamos. Cada vez que recordamos, recreamos el pasado, a veces conscientemente, otras veces sin pretenderlo. Entonces ¿somos lo que recordamos? ¿Qué es, finalmente, la memoria? ¿Es algo más que una infinita colección de recuerdos transformados y sucesos olvidados? Señalaba Elie Wiesel que "la memoria humana no es inclusiva, sino selectiva por naturaleza. Sólo percibimos las cumbres salientes. Pero, ¿qué pasa con el subsuelo, con sus laberintos subterráneos? ¿Estará la memoria ligada inexorablemente a una dinámica de paradojas?"" Hay diferentes teorías, pero lo que podemos afirmar es que la manera de recordar -de procesar esos recuerdos y esos olvidos- nos hace distintos a otras especies, precisamente porque el hombre se define por su memoria individual, ligada a la memoria colectiva: "la vida de mi memoria es mi vida. Cuando una muere, la otra se extingue", advertía Wiesel. Pero así como la manera de recordar nos diferencia, también nos distinguen las maneras -y las razones- del olvido. ¿Qué se recuerda entonces? ¿Cómo un recuerdo se transforma en una verdad mítica que sacraliza, condena, delimita, explica? ¿Cómo se olvida? ¿Todo lo que se olvida se pierde para siempre? Para comprender el valor -y la necesidad-de la memoria, miremos nuevamente hacia donde nos conduce Ricoeur, cuando retomando a Platón, indica que la principal dificultad que plantea el recuerdo es que "representa un hecho pasado que está ausente". Esa paradoja da lugar a un problema sin solución, que implica la relación entre presencia y ausencia, y a su vez da origen a otras cuestiones por resolver, como los tipos de ausencia (de lo irreal y lo anterior), "que se superponen e interfieren recíprocamente, de manera que gran parte de los problemas relativos a la fiabilidad de la memoria derivan precisamente de la imbricación entre estas dos clases de ausencia". Tenemos, entonces, una historia que encadena grandes escenas, lo cual "supone conducir la memoria al terreno de la imaginación, con el consiguiente riesgo de caer en lo imaginario, lo irreal, lo virtual". Esta escenificación que es la historia nos lleva a imaginarla a través de sus representaciones y, a la vez, nos advierte que ese mecanismo -la imaginación- naturalmente habituado a la libertad, debe ceñirse a la realidad, porque el valor de la historia depende de su veracidad. El asunto aquí es que la memoria no es algo que se posea como un todo acabado: hemos dicho ya que se elabora y reelabora continuamente a través del tiempo, alimentándose de las voces y los recuerdos de unos y otros. Como una suerte de relatos en sarta, cada episodio narrado se teje alrededor de la propia memoria y de las otras memorias que van creando un relato histórico, estableciendo un diálogo con los antepasados a través de imágenes, símbolos y referentes cotidianos delinean las fronteras de lo propio y lo ajeno. La memoria colectiva es uno de los ejes fundamentales de la identidad comunitaria; funciona como una suerte de bisagra que permite articular de manera dinámica la comprensión y aprehensión de la propia historia. En el acto de recordar -pero sobre todo en el acto de narrar lo recordado-, los autores/recipiendarios de esa memoria se reconocen como parte viva y activa de la historia que cuentan, justificando desde el pasado, su propio lugar en el presente. El acto de narrar es también el acto de reconocerse parte de una tradición, que cumple con la función de perpetuar los orígenes y permanecer: una historia puede ser tan lejana o tan ajena como el olvido lo permita y, por el contrario, puede ser tan vívida, propia y pertinente como la memoria la mantenga. Decía Ricoeur que la memoria aspira a la verdad en dos etapas. La primera sería la del testimonio (cuando nos encontramos aún muy próximos a la memoria personal), la cual desempeña una serie de funciones particulares en la vida social: "desprende de la huella vivida un vestigio de ese rastro, y ese vestigio es la declaración de que aquello existió". Esa existencia queda comprobada porque quien lo dice estuvo allí, de manera que quien escucha profesa un voto de confianza en lo narrado pudiendo incluso ofrecer una confrontación con otros testimonios. La segunda fase ocurre una vez que el testimonio trasladó "las cosas vistas a las cosas dichas", es decir, cuando la memoria se despoja de su individualidad para disolverse en lo colectivo. Para el filósofo francés, de hecho, "la memoria colectiva descansa sobre una ligazón de memorias individuales, lo que se explica por la pertenencia de cada uno a una multitud de colectividades, que son otros tantos- ámbitos de identificación". Así, don Tiburcio, a quien leeremos en las siguientes páginas, advertirá en distintos momentos, como justificación y garantía de su relato: "Escribo esta hitoria Para que se Enteren de los Sufrimientos que Sufrio la jente de este Pueblo...", "este librito es como un testamento esta historia a qui Pertenese", "Yo soy su Servidores conpañeros Yo soy Paisano de ustedes a qui naci a este Debino Pueblo". Un documento de esta naturaleza, que recoge los testimonios de un hombre o un grupo, resguarda en realidad una especie de fotografía de la memoria, una versión determinada, que se originó en un contexto y un momento específicos, por una razón particular. No siempre son voluntarios: en ocasiones no se crean con la intención de hacer historia, pero de cualquier modo, son parte de la construcción de la misma que, según Ricoeur, se realiza en bloques, a partir del testimonio, a partir de la íntima necesidad de recordar para uno mismo y para otros. Para Nora, esta necesidad es más bien colectiva, por lo cual considera la memoria como un proceso que mezcla realidades políticas, sociales y culturales, que toma el pasado y lo convierte en un "hecho identitario", que debe ser reconocido por una comunidad, y explica: "la historia es una construcción siempre problemática e incompleta de aquello que ha dejado de existir, pero que dejó rastros. A partir de ellos, controlados, entrecruzados, comparados, el historiador trata de reconstituir lo que pudo pasar y, sobre todo, integrar esos hechos en un conjunto explicativo". No obstante, a pesar de estas escenas congeladas en la escritura, la memoria siempre tendrá algo de volátil y cada vez que se comparta, algo quedará y algo se transformará. Su permanencia es una lucha constante contra el olvido y la necesidad de cambiar lo vivido, quizá de ajustar las tragedias a un pasado menos doloroso, de sacralizar un espacio o un momento, de explicarse, de entenderse. A través de la historia se trazan fronteras, se desvelan misterios, se sanan heridas, se crean héroes y villanos, se habla de frente con los dioses, se mantiene con vida a los antepasados, se definen territorios, se trasciende. Don Tiburcio expresa su intención claramente: busca que el recuerdo de un episodio trágico de la comunidad no se pierda. Escribe para sus "conpañeros Paisanos y amigo" y señala al concluir el relato: "con mi puño de mismanos Escribi esta historia para un Recuerdo de la jente de este Pueblo a todos nuestos hermanos Y hermanas y ñiño y niñas yo soy su cervidores de todo ustedes". 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