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Doctora en Historia de México, Facultad de Filosofía y Letras, UNAM. Investigadora Titular C, tiempo completo, definitiva, PRIDE nivel C, en el IIH-UNAM. Pertenece al SIN nivel I. Su área de investigación es: Historia Moderna y Contemporánea. Recibió el Reconocimiento Sor Juana Inés de la Cruz, otorgado por la Universidad Nacional Autónoma de México, en 2012.
[toc] => QUÉ DICE LA TEOLOGÍA 7
EL MODELO LITÚRGICO Y LA PRÁCTICA HISPANA 17
LOS QUE MUEREN SIN CONOCER EL POLVO NI LA BASURA 33
FUNERALES DE PÁRVULOS EN LA NUEVA ESPAÑA 43
FUEGOS, AGUARDIENTES Y FANDANGOS MEXICANOS 57
EL AJUAR DE UN ANGELITO 65
"LACAYUELOS DEL ATAÚD" 71
LA RELIGIOSA CULTURA POPULAR 75 [free_reading] => QUÉ DICE LA TEOLOGÍA Para entender las particularidades de la liturgia católica con respecto al tratamiento de los infantes fallecidos, es necesario remontarse a la Alta Edad Media, que se preocupaba de que sus fieles no murieran en pecado original, ya que de hacerlo, estarían destinados irremisiblemente a la condenación eterna.' El Concilio de Trento -ocurrido entre 1545 y 1563- se manifestó a favor de la doctrina de ese pecado primario, en la que comprendían a los niños, lo que explica su insistencia en la premura por que recibieran el agua bautismal. El decreto a propósito señaló que "aun los párvulos que no han podido cometer pecado alguno personal reciben con toda verdad el bautismo en remisión de sus pecados para que se purifique la regeneración en ellos lo que contrajeron por la generación". A partir de ese sínodo, Pío V dio a conocer el Catechismus Romanas ad Parochos -conocido como el Catecismo Romano- en el que se refrendaba la disposición sobre la urgencia de bautizar a los recién nacidos, sin hacer la menor alusión (como tampoco se hizo en los decretos de Trento) al modo en el que debía enterrarse a los niños que murieran una vez bautizados y antes de alcanzar el uso de razón. Sería hasta la primera década del siglo XVII cuando la liturgia dio cabida en sus reglas a las "exequias de los párvulos" en el Rituale Romanum de 1614 en cuyo título vi, capítulo 6, fue señalado, exclusivamente, que los bautizados no debían sepultarse en las tumbas comunes (como se acostumbraba en la antigüedad) y que el toque de campanas no podía ser lúgubre sino festivo. En el capítulo siguiente, además de agregar los salmos y oraciones apropiados (en uno de los salmos les llaman "Beati immaculati") el párroco, entre otras cosas, debía portar una estola blanca, una cruz en la mano y hacer aspersiones con agua bendita, indicando sólo que al infante se le pondría en la cabeza una corona de flores de hierbas aromáticas "en señal de su virginidad y la integridad de su carne". Es pertinente, sin embargo, preguntarse sobre el origen que pudo tener el uso de la palabra "angelito" -y la creencia de que lo eran- en el contexto de la muerte infantil. Con respecto a la creación y función de los ángeles, no hay nada escrito en el Antiguo Testamento, aunque sí encontramos una respuesta en el Catecismo Romano, en el que queda señalado que "juntamente con el cielo corporal, creó Dios innumerables ángeles, que son naturalezas espirituales para que le sirviesen y asistiesen, a los cuales desde el primer instante de su ser adornó con su gracia significante y los dotó de elevada ciencia", asunto que poco tendría en común con el quehacer de los párvulos difuntos. Empero, es importante registrar que, por lo menos desde la vida de las colectividades medievales, se empleaba a los niños como símbolos de pureza para interceder ante Dios (ya fuera en las procesiones penitenciales o en las peregrinaciones en tiempo de Cruzadas para solicitar la ayuda divina contra los turcos), lo cual está mucho más cerca del sentido que, en la España renacentista y barroca, tuvo considerarlos de modo especial. Es en los años treinta del siglo XVII cuando hay testimonio de que fue formalizado que se dijera una "Misa de Ángeles" por un niño fallecido en señal de regocijo. Posiblemente, al denominar de ese modo a ese oficio religioso, se trataba de emular la solemne y medieval IV Iissa de Angelís o Misa Gregoriana (originada en el siglo ix) cuyo carácter era pura y enteramente festivo. La vigencia de esa costumbre a lo largo de ese siglo XVII se corrobora en la cédula real de 1693, donde se estipula que sólo se permitirían ataúdes de color y de tafetán doble en los de los niños, "de quienes la iglesia celebra misa de ángeles". En la práctica cotidiana de los sepelios católicos a partir de entonces, se iría imponiendo, poco a poco, además de los rezos especiales (la "Misa de Ángeles" se perdería con el paso del tiempo), una actitud de alegría ante el deceso de las criaturas que tuvieron la fortuna de recibir el sacramento del bautismo, a las que adornaban con flores aromáticas y vestían con túnicas blancas o celestes y a las que popularmente se empezó a nombrar "angelitos", por la creencia de su tránsito directo al Paraíso, donde abogarían, según los progenitores, por los que todavía sufrían las penalidades de este mundo. Los Concilios Provinciales Mexicanos de 1555, 1565 y 1585 no aludieron a la manera en que debían hacerse los funerales de los párvulos, asunto que sí sería detallado en los catecismos que se escribieron y circularon ampliamente en la Nueva España, sobre todo a partir del siglo xviii. Igual que sus modelos españoles, se refieren también, y por supuesto, a las características del "baptismo" de los infantes. Es el caso del famoso Manual de párrocos conforme al Ritual Romano del jesuita oriundo de Puebla Miguel Venegas, publicado por primera vez en 1731, que fue reeditado varias veces a lo largo de esa centuria y durante la primera mitad del xix. Con respecto al bautizo, consignó que "el Sacramento les era tan necesario" que se tenía que hacer cuanto antes, poniéndoles un nombre que no fuera "obsceno, fabuloso o ridículo", dado que serían reengendrados en Cristo y alistados en su milicia, negándose, por lo tanto, cualquier sepultura a los niños que no hubieran sido bautizados.' No podía administrarse ese sacramento a un niño que estuviera todavía dentro del vientre materno, pero sacada la cabeza y amenazado de muerte, podía hacerse, siendo válido si lograba salvar la vida. Era tan urgente y legítimo este tipo de bautismo, que en el caso de nacer muerto, obtenía el derecho a ser enterrado en lugar sagrado. Hubo en este escrito una vaga definición sobre lo que se comprendía con la voz niño, al referirse a los que murieron "antes de llegar a los arios de discreción" (o "antes del uso de razón"). Con respecto a las costumbres que dejarían honda huella en el hábito de tales funerales entre la población, estaba el toque de campanas "de repique", esto es, no lúgubre; el que su vestimenta fuera "de acuerdo a su edad" con coronas de flores o yerbas aromáticas en señal de su virginidad; el rito del sacerdote diciendo salmos y oraciones y rociando el cuerpo con agua bendita tanto en la casa, en el templo, como en el momento de la inhumación, no siendo esta última en sepulcros comunes sino separados debido a su inocencia, tanto en los cementerios como en las iglesias. En la reimpresión de ese manual en 1766 (ocurrida dos años después de la muerte de Miguel Venegas), cuya revisión estuvo a cargo del también jesuita Juan Francisco López, hubo algunos añadidos que resultan interesantes a los pormenores de este escrito. Se aclaró la diferencia entre infante y niño, siendo los primeros "los pequeñuelos que aún no tienen edad para hablar" y los segundos "los que ya andan, hablan, etc., pero aún no han llegado a los siete años de edad y estos son los que aquí se entienden por el nombre de párvulos", aunque fue subrayado el hecho de que, si bien antes de los siete años no se tiene uso de razón, en el caso de que "la malicia" supliera la edad, si uno de estos párvulos moría, debía ser enterrado como adulto. Se aceptaba para entonces que los menores pudieran ser bautizados con un nombre "extravagante" y que pudieran ocupar un lugar en los sepulcros de sus mayores, mientras, de acuerdo con el Segundo Concilio Mexicano ocurrido dos siglos antes -1565-, continuaba la prohibición de imponer a los niños indios "los nombres de su gentilidad o de los santos del Antiguo Testamento". Al hablar del atuendo a propósito, revela cuál era la costumbre al mediar el siglo xviii, ya que apuntó que "el uso común" era amortajar "a los pequeñuelos de cualquier sexo con vestido talar (hábito) de color blanco... salpicado de estrellas de plata u oro batido", con una corona de flores naturales o artificiales en la cabeza y con una cruz de cera (para que fuera blanca) en una mano y un ramillete de flores en la otra como símbolo de su pureza original, aunque también acotó que en la Nueva España, era "muy usado" amortajarlos con hábitos de alguna orden religiosa. En el año de 1802 fue editado en Cádiz un libro con las reglas para el enterramiento y funerales de los cristianos según el ritual de la Iglesia católica, que permite corroborar la permanencia de la costumbre, sin mencionar que los niños difuntos previamente bautizados formarían parte en algún momento de las huestes angélicas. El texto recoge algunos pormenores que, para el caso mexicano, son de mucha utilidad para entender viejas y nuevas prácticas (como, por ejemplo, el uso de las velas o sobre el pago de derechos parroquiales), o incluso, en conflictos suscitados entre las autoridades eclesiásticas y los fieles, según se verá más abajo. Esas reglas o instrucciones fueron escritas por el cura Pedro Gómez Bueno, quien puso a disposición lo que podría llamarse el mínimo común denominador que la Iglesia exigía observar en el entierro de los párvulos a partir de lo prescrito en el Ritual Romano de inicios del siglo xvii. Además de insistir en la necesidad de su bautismo como "la puerta por donde uno se hace miembro de la Iglesia y heredero del cielo", de las flores y guirnaldas en señal de su inocencia bautismal, de las sepulturas aparte como muestra de distinción y del toque festivo de las campanas, los párrocos debían tener mucho cuidado de que no se omitiera "el antiquísimo rito" de portar, sin avaricia, velas o cirios encendidos. Fueron, por último, detalladas las razones que tenía la Iglesia en determinar un sitio separado para los cadáveres de los párvulos: se trataba de cuerpos de "Bienaventurados" que según la fe, habían de "resucitar gloriosos algún día" para gozar "los dotes de la eternal Gloria". En cuanto a los derechos que los deudos debían pagar por exequias u oficios mortuorios, aunque éstos eran determinados en cada diócesis, había premisas generales de las cuales partir, que podemos conocer en las instrucciones que recogió Gómez Bueno. En teoría, los curas se debían contentar con las limosnas acostumbradas o señaladas por el ordinario y enterrar a los pobres sin interés alguno, "poniendo a sus expensas las luces precisas", porque la Iglesia católica había prohibido siempre hacer contratas por sepulturas, exequias y aniversarios. Era reconocido al mismo tiempo, que esa institución había fomentado "la piadosa y laudable costumbre" de contribuir a favor "de las fábricas de las iglesias y en el sustento de los párrocos", fundamentada en la opinión de Santo Tomás de Aquino, a propósito de que los fieles estaban obligados "por derecho justo aún natural", sobre todo en el caso de los que no recibían diezmos ni primicias. Aún más, la usurpación de esos derechos parroquiales se consideraba como pecado mortal y los obispos podían obligar a los diocesanos a su cumplimiento, mientras los clérigos podían exigir "sus justos derechos o arancel eclesiástico" en los funerales de las personas "pudientes". Y no obstante la insistencia de que a los pobres los debían enterrar "graciosamente" aunque "con cierto decoro"," la obligación de los fieles de contribuir para la manutención de su templo y de sus sacerdotes suscitaría la mayor parte de las veces la inobservancia de lo anterior, basados estos últimos, con la anuencia de sus superiores, en una ambigua interpretación de lo que podría entenderse por personas acomodadas. 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La muerte y los niños: exequias novohispanas y mexicanas a sus bienaventurados angelitos
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