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(Saint-Brevin-les-Pins, Francia, 1957). Viajero y cosmopolita, después de estudiar literatura comparada y filosofía en la Universidad de Nantes, ha vivido en distintos países de Medio Oriente y África. Ha viajado con frecuencia a México, Centroamérica, Cuba y Uruguay. Fue agregado cultural en el Golfo Pérsico y en la actualidad es director de la Maison des Écrivains Étrangers et des Traducteurs en Saint-Nazaire, así como de la revista del mismo nombre. Entre sus obras, traducidas a una decena de lenguas, destacan: Peste & Cólera (Premio de Premios, Premio Fémina y Premio FNAC), Ecuatoria, El catalejo, Los fuegos artificiales y La mujer perfecta.
Itzkowich Schñadower, Claudia (traducción)
(Ciudad de México, 1974). Se ha desempeñado como editora, periodista y traductora en México, París, Montreal y Nueva York, donde estudió una maestría en Historia (New School University). Es egresada del diplomado de traducción literaria del IFAL y sus traducciones -del inglés y del francés- incluyen los catálogos de Picasso revelado por David Douglas Duncan, Landscapes of the Mind y El hombre al desnudo (El Viso), así como el libro Cartas a Emilio Adolfo Westphalen (1939-7955) de César Moro, que forma parte de esta colección. Ha traducido también para Historia y grafía, Fractal, el Museo Jumex, el Musée de l'Élysée y El Colegio de México.
[toc] => I. UNA FOTO EN MONTEVIDEO
VIDA & MUERTE DE BALTASAR BRUM
2. EXPRESO TRANSCAUCÁSICO
VIDA & MUERTE DE SERGUÉI ESENIN
3. UNA PELÍCULA SIN ARABIA
VIDA & MUERTE DE UN TRAIDOR IMAGINARIO
4. EL ESTACIONAMIENTO DEL PAPAGAYO
UN PEQUEÑO SALÓN DE BAILE PERDIDO [free_reading] => ALGUNOS LIBROS -Y QUIZÁS ESTE MISMO- ESCOGEN POR Sí solos el asilo de nuestras bibliotecas. Semidioses un tanto jodones, para lograr sus propósitos son capaces de manipular a los humanos y de suscitar en nosotros aquellos azares que, en virtud de una especie de acuerdo tácito, preferimos a menudo callar: una joven inglesa, rubia y frágil, a quien había invitado a cenar una o dos veces el invierno anterior, me había acusado de jugar con ella a Después de los fuegos artificiales. Yes! After the Fireworks! Era una época en la que vivía solo la mayor parte del tiempo en una casa en L'Océan, al borde del Atlántico. Había aparecido ahí muy tarde una noche y, aturdida por el alcohol, se había volcado en una gesticulación alucinada, durante la cual interpretaba uno por uno los personajes de la novela, a lo cual seguía un largo berrinche silencioso en el límite de la postración, sentada al borde de un sillón. Enroscaba su cabello rubio, corto, con la yema de los dedos, pasaba la punta de la lengua sobre el piercing plateado de su labio superior y miraba fijamente el espacio del tapete entre sus tenis. Yo nunca había leído Después de los fuegos artificiales, cuya existencia, tuve que admitir, incluso ignoraba. Varias semanas después de haber desaparecido, me había llamado una tarde desde Hamburgo, desde el fondo de su camerino de cantante en gira, o de una institución médico-psicológica, nunca entendí muy bien. Aconsejada por un amigo psicoterapeuta o enfermo mental, enumeraba por teléfono una serie de coincidencias sin sentido, que en su delirio sí lo tenían, y demostraban que en efecto yo estaba jugando con ella el mismo juego que el escritor Fanning jugaba con la protagonista de Después de los fuegos artificiales, obra que ella decía haber extraído al azar de la biblioteca londinense de su padre. Ante sus ojos extraviados (y quizá también ante los de su amigo, al que imaginaba sentado al lado de ella, en bata blanca), yo presentaba la circunstancia definitivamente agravante de haber publicado, unos años antes, una novela que había intitulado Los fuegos artificiales. Le había asegurado por milésima vez que nunca había leído la de Aldous Huxley y, al día siguiente, un librero me había informado que la traducción francesa se había agotado desde hacía mucho tiempo. Tres meses más tarde, en julio de 1996, estaba yo en Montevideo y caminaba por la Rambla Costanera Francisco Lavalleja con el vago proyecto de enriquecer mi colección personal de cursos de agua y ríos del mundo. A mis pies observaba los torbellinos grisáceos del arroyo del Miguelete, por donde se deslizaban bolsas de plástico. Pensaba en otra joven, morena, a quien llamaba en secreto la Gran Infanta de Castilla. Vivíamos en ese entonces una pasión tan violenta y tan poco erótica que quizá, tanto uno como el otro, pensábamos no merecerlo. Los días nos dejaban insatisfechos, no podíamos evitar llamarnos por teléfono sin cesar, lanzarnos al volante por las carreteras para correr y estar juntos de nuevo. Yo cerraba de golpe la puerta de un viejo Mercedes blanco como habría ensillado un caballo, y dejaba la costa atlántica a todo galope bajo la lluvia. De inmediato era yo un oficial ruso en uniforme de gala corriendo a alcanzar a una princesa. Era Mehmet II a los veinte años, erguido sobre su corcel blanco, y franqueaba las puertas de Bizancio vencida. A mi llegada, por supuesto, ya no hallábamos qué decirnos, lo único que lográbamos era mirarnos a los ojos con intensidad, en silencio, como si fuésemos a jugar a la barbichette.1 Uno reprochaba al otro por arruinarle la vida de esa manera, por no estar a la altura de un amor que nos destrozaba a los dos, y yo me había escapado. La había abandonado en Francia, en pleno verano, para ir a refugiarme en un invierno austral que parecía susceptible de refrescarme las ideas y de sentarle mejor a mi talante huraño. La noche antes de mi partida, habíamos tomado juntos una copa en el casino de L'Océan y me había comprometido a no darle más noticias antes del otoño del hemisferio norte; ni carta, ni teléfono, y entonces veríamos. Sobra decir que, de pie en mi abrigo de invierno y con las manos en el fondo de los bolsillos, sobre las frías aguas del arroyo del Miguelete, al cual no contemplaba precisamente precipitarme, lamentaba ya esa resolución. Y que quizás habría regalado una de mis manos para poder, con la otra, acariciar su largo cabello negro y muy lacio -casi asiático. A pesar de la inmensa belleza de los afluentes del mundo, del esplendor de los ríos y de los estuarios, se puede sentir una ternura particular por el muy modesto curso del arroyo del Miguelete. Quizá porque es una historia simple y banal, como una canción de amor realista, un "bolero" que comienza bien y que termina mal. El arroyo del Miguelete nace en el norte de Montevideo, en la pampa de Uruguay, cerca de Canelones. Después de haber abrevado concienzudamente a miles de vacas y regado millones de eucaliptos (que, en cinco años, ya estarán cortados en pequeños troncos rojos y crepitarán entre las brasas de la "leña", bajo la carne de estas mismas vacas hechas "asado"), se desboca en las afueras de Montevideo con la impaciencia de un joven palurdo, descubre estupefacto los barrios de lámina y llantas viejas donde aún sobreviven algunos huertos, bordea como un padrote el Cementerio del Norte, antes de dejarse acorralar por las orillas de cemento de la rambla Francisco Lavalleja, dominadas por las casas de la calle Eusebio Valdenegro. En los años treinta de este siglo, Baltasar Brum vivía en una de esas casas. Yo había visto por primera vez, la noche anterior, en ese mes de julio de 1996, una fotografía de Baltasar Brum en un pequeño marco dorado de madera, en el fondo de una tienda de anticuario del mercado de pulgas de la calle Tristán Narvaja, donde paseaba mi pena como a un perro demasiado fiel entre los muebles polvorientos, los fonógrafos con bocinas en forma de trompeta y los ventiladores eléctricos, de los cuales no tenía una necesidad inmediata. Era una fotografía en blanco y negro del 31 de marzo de 1933. Mostraba a Baltasar Brum de pie sobre el rellano de una puerta, con los brazos colgando a los costados del cuerpo y un revólver en cada mano. Era una de esas puertas de las viejas casas de Montevideo que permiten el paso de un "gaucho" erguido sobre su caballo y tocado con un sombrero. Rematada, seguramente, con vidrios de colores en forma de abanico, en tonos violeta y amarillo, que proyectaban detrás suyo, sobre la losa del vestíbulo, grandes trapecios de luz. El rostro de Baltasar Brum, volteado hacia el hombro izquierdo, sugería que el fotógrafo, al imprimir, había eliminado a un personaje muy cercano, quizás una mujer, a la cual se le ofrecía esa mirada de amor desengañada, nostálgica, la mirada sosegada de aquel que se va a volar los sesos dentro de unos instantes, ese 31 de marzo de 1933, y nunca se había sentido tan vivo como en ese mismo segundo. Baltasar Brum tenía entonces cuarenta y nueve años. El 31 de marzo, en Montevideo, es casi el final del verano. Las "calandrias" {Mimos saturninus) cantan en los sicomoros enrojecidos, alineados al borde de las calles. Yo había subido los escalones hacia la intemperie. Y, unas cuantas decenas de metros más adelante, me había olvidado ya de la tienda en el entresuelo, de los muebles amontonados y de la fotografía, cuando encontré, en el puesto de un librero de la avenida Colonia, un ejemplar muy viejo de Apres le feu d'artifice de Aldous Huxley, traducido al francés por Jean Ably, que se terminó de imprimir en París, en la Librairie Plon, en 1936. Que un libro de pasta blanda en ese estado, con el lomo desgarrado, en lengua extranjera, con el papel amarillento al borde de la descomposición, pueda venderse, aunque sea en cinco pesos, debe devolver la confianza en el oficio. El librero abrigado con una parka me había dado la mano calurosamente. De su sonrisa se elevaba un vapor blanco en el aire helado. Por primera vez en meses había vuelto a pensar en esa frágil joven inglesa y en su acusación delirante. Sin abrirlo, había puesto el libro sobre el escritorio del departamento que ocupaba en ese entonces, en el barrio de Pocitos, cuyos ventanales de piso a techo enmarcaban, más allá de las palmeras de la rambla República del Perú, las aguas grises del Río de la Plata. El azar de mis relaciones de aquella época había convertido ese departamento, que me prestaban en el pasaje Ponce de León, en una verdadera armería, la cual supuestamente yo debía cuidar de alguna manera; revólveres y fusiles bien engrasados ocultos en el fondo de los armarios. Y a veces, de noche, solo, cuando los ventanales se transformaban en espejos donde la luna del hemisferio sur crecía al revés, me hacía pasar por un blanco de tiro, con el brazo extendido, de perfil, con una riot gun en la mano, para un duelo imaginario. Aquel mediodía, cargueros rojo con negro se deslizaban por el "Río" con destino al puerto de Buenos Aires, en la otra orilla. Y la mera presencia del libro en primer plano sobre el escritorio, como una lámpara de Aladino oxidada reencontrada en el fondo de un zoco, bastaba para evocar el holograma bifronte de un rostro femenino muy joven, con el cabello rubio corto y un gesto ceñudo de un lado y, del otro, la sonrisa triste de la Gran Infanta de Castilla rodeada de su largo cabello lacio y muy negro. El ejemplar de Aprés le feu d'artifice llevaba en la guarda el ex libris del doctor Germán G. Rubio, con dirección en la Avenida 18 de Julio, la arteria principal de Montevideo sobre la cual, en los años treinta de este siglo, automóviles de grandes ruedas angostas circulaban todavía a la inglesa, del lado izquierdo, evitando los rieles del tranvía. Nunca había vuelto a llamar a esa joven cantante inglesa, a pesar de que tenía un número suyo en Londres, de casa de su padre, pues presentía que cualquier intervención de mi parte sería percibida inevitablemente como una maniobra más de mi supuesto plan diabólico. Y tampoco había tenido nunca noticias de esa muchacha frágil que por su parte quizás había logrado olvidar hasta mi existencia y la del libro, una vez que logró endosarme la maldición de Después de los fuegos artificiales. A pesar de la repulsión táctil que me inspiraba, había emprendido su lectura en Buenos Aires unos días más tarde. Y me lo había llevado a Chile, donde la tormenta del Pacífico sobre Valparaíso y el amor de la Gran Infanta de Castilla, Viña del Mar desierta, con las calles invadidas de arena mojada, la inactividad y la curiosidad -coludidos-, me habían ayudado a dar vuelta a sus páginas absolutamente repugnantes, en el fondo de un cuarto de hotel que no lo era mucho menos. En los años treinta de este siglo, en Roma, el escritor Fanning se entretiene seduciendo a una mujer muy joven, a quien obliga a dejar a un pretendiente de su edad. "La pasión está divorciada del entendimiento" (escribe Huxley, que no tiene mucho más de cuarenta años), "y el deseo del hombre maduro se aferra con una violencia casi demencial, precisamente a esos cuerpos jóvenes descaradamente frescos que albergan las almas más extranjeras...". En el comienzo mismo de un amor absoluto, cuando la joven ha dejado finalmente a su novio y se le entrega a él, Fanning huye y le deja una carta categórica. "Cuando recibas esta carta estaré, no muerto -a pesar de saber lo emocionada y orgullosa que estarías, mientras durase tu pena inconsolable, si me volara los sesos-, no muerto sino (lo que será casi peor en estos días de canícula) en un tren, con destino a un refugio anónimo". La lectura de Después de los fuegos artificiales era en parte responsable de la idea estúpida que había tenido, tras mi retorno a Santiago, al salir solo de un restaurante de la Alameda a mitad de la noche y, debidamente envalentonado a fuerza de "pisco sour", de traicionar mi promesa y llamar a la Gran Infanta de Castilla para gritarle mi amor a mitad de lo que, para ella, debía ser la hora tranquila y soleada del desayuno al borde del Atlántico, en pleno verano, del otro lado del planeta. El dios benévolo de los alcohólicos o un humano cualquiera, hacia quien sentí enseguida el odio más grande, se las había ingeniado para que no estuviese en su casa. El teléfono sonaba en el vacío. Y yo me había quedado dormido pensando en el doctor Germán G. Rubio, el alemán blondo y bibliófilo de Montevideo que, en los años treinta de este siglo, hacía el pedido de sus libros a París y esperaba un mes a que llegaran por barco. Cincuenta años después de que, gracias a él, éste hubiese atravesado el Océano Atlántico, no me disgustaba haberlo hecho atravesar los Andes y, si hubiese encontrado aquella noche a un japonés a punto de volar a Tokio, tal vez lo habría deslizado en sus maletas. Me había preguntado, en caso de que se encontrase la mañana siguiente mi cadáver agujereado por una bala, en ese cuarto de un hotel de la comuna de Los Condes en Santiago de Chile, quién podría comprar los libros de mi biblioteca, esparcidos sobre las banquetas, y adónde los llevarían. En qué nueva historia se verían involucrados. Como si todos esos libros alineados, entre los cuales figura hoy Aprés le feu d'artifice, esperaran mi muerte para elegir a su nuevo dueño y trastornar su vida. Durante los dos años que siguieron, no creo haber pensado ni una sola vez en la fotografía de Baltasar Brum. 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