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en una alfabetización académica en crítica textual, y ponernos, al
menos por un momento, del lado de quien lee la edición crítica. ¿Por
dónde empezar? No basta con enseñar mecánicamente el significado
de collatio codicum, constitutio textus o stemma codicum; se puede hacer,
pero sin pasar a las prácticas lectoras que identifican la edición
crítica, dudo que sirva de mucho.
La edición crítica educa sin que nos demos cuenta y de qué manera.
No sólo nos revela lo que no sabemos que ignoramos (cada
llamada en superíndice es un aviso que significa “mira, esto sí que no
lo sabes”, sino que además nos ayuda a colmar ese vacío (al menos,
durante el tiempo que dura la lectura); las notas de variantes nos
revelan, por otro lado, el sutil movimiento de la escritura. [short_description] => Si queremos formar lectores de ediciones críticas, tenemos que pensar
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[free_reading] => Leer para aprender Resulta difícil encontrar una solución al problema [de falta de ediciones críticas mexicanas], en parte, porque son varios problemas ubicados en distintas secciones del proceso de comunicación. Hoy, pese a contar con ambiciosos proyectos de ediciones críticas como los emprendidos desde el Instituto de Investigaciones Filológicas de la Universidad Nacional Autónoma de México, publicadas en su mayoría en la colección Biblioteca Mexicana que dirige don Miguel León-Portilla, en distintos momentos de su historia, con las obras de José Juan Tablada, de Fernández de Lizardi, de Manuel Gutiérrez Nájera y, más recientemente, en el Seminario de Edición Crítica de Textos, de José Tomás de Cuéllar y otros, colecciones como Clásicos Mexicanos de la Universidad Veracruzana o la Biblioteca Novohispana de El Colegio de México o ambiciosos programas de rescate como el del Seminario de Cultura Literaria Novohispana que dirige don José Pascual Buxó, la colección Ida y regreso al siglo XIX de la Coordinación de Humanidades dirigida por don Vicente Quirarte o ediciones críticas que se insertan en distintos proyectos en universidades de provincia como El Colegio de San Luis o la Universidad de Colima, estamos lejos de considerar que la cruzada por la edición crítica en México es una guerra ganada, como tantas otras. Hace años, pensaba que una condición indispensable para el estudio de la literatura mexicana sería contar con un corpus de textos críticos fiables; solo así podríamos aspirar en algún momento a una historia moderna de la literatura mexicana, basada en evidencia textual y no nada más en interpretaciones personales a través de testimonios de calidad textual muy diversa. Primero, edición fiable; después, interpretación. Hoy, me doy cuenta que esta sencilla ecuación no es tan fácil de cumplir. Resulta difícil afirmar que la edición facsímil de El Zarco de 1995 o la edición rigurosamente crítica de la misma novela, publicada en el 2000, ambas preparadas por Manuel Sol, hayan impactado el imaginario crítico y promovido más estudios y de mayor rigor. Una revisión de los trabajos académicos publicados en torno a El Zarco luego de la publicación de ambas ediciones (facsímil y transcripción del manuscrito autógrafo una, edición crítica la otra) ofrece resultados desalentadores: Juan Antonio Rosado, en un artículo de 2002, cita por la edición de Porrúa (aunque en su propia edición crítica de El Zarco publicada en 2015 en la UNED, basa su texto crítico en el fijado por Manuel Sol); en sus estudios de 2000 y 2005, Christopher Conway cita por la edición de Porrúa; en otro de 2006, por las Obras completas, igual que Robert Herr en un artículo de 2007; Max Parra cita, en 2006, por la edición de Porrúa; Juan Antonio Sánchez Jiménez, en un estudio de 2009, por ¡la edición de Austral de 1950!; Juan Pablo Dabove y Susan Hallstead, en 2009, por Porrúa; Amanda Petersen, en 2014, por la edición de Ballescá de 1901. Excepcionalmente, José Salvador Ruiz, en 2005, menciona en una nota el estudio introductorio de Manuel Sol a su edición cuando alude a la fecha de redacción de la novela, pero cita por el textus receptus de editorial Porrúa. No voy a ahondar en la relevancia del texto crítico ultimado por Manuel Sol, primero en su tipo, sobre la base del manuscrito autógrafo del mismo Altamirano, pero si se sigue con cuidado su aparato de variantes pueden advertirse los numerosos hispanismos y erratas que se colaron en las subsiguientes ediciones póstumas. El déficit de ediciones críticas en el que hemos vivido durante tanto tiempo ha provocado que quienes leen, con una perspectiva universitaria o sin ella, se hayan acostumbrado a consultar y analizar cualquier testimonio sin detenerse a pensar en la calidad de las lecciones del texto o el sentido de las variantes. Si se me permite comparar los estudios literarios con el arte culinario que tanto apasionó a don Guido Gómez de Silva, preparamos los platillos más exquisitos de la investigación con insumos cuyo estado de conservación ignoramos y podrían, incluso, intoxicarnos. Somos nosotros mismos quienes contribuimos a que las ediciones críticas pasen desapercibidas cuando quienes dictaminamos para distintas revistas no exigimos como requisito para un arbitraje positivo que se cite por ediciones críticas o por textos fiables desde la perspectiva de su transmisión textual; cuando reseñamos una edición crítica sin reparar en el texto crítico y su correspondiente aparato de variantes para desviarnos, con alarmante frecuencia, hacia el estudio introductorio de la edición o el valor intrínseco de la obra editada; cuando censuramos el uso de ediciones corrientes en las distintas licenciaturas en letras del país sin explicar al alumnado la razón; cuando aceptamos la posibilidad de egresar de una de estas licenciaturas sin conocer qué es una edición crítica; cuando permitimos que dentro de los programas de varios posgrados en el país no se acepten ediciones críticas como tesis de maestría o doctorado; cuando el rubro de edición crítica no existe en nuestros distintos sistemas de evaluación. Las generalizaciones siempre resultan injustas, por supuesto, pero creo que todos percibimos estas tendencias. Si dentro del estrecho ámbito de los estudios académicos especializados no parece haber un eco consistente respecto al valor de estos trabajos profundamente críticos, ¿qué podemos esperar fuera de los inexpugnables muros de la universidad? En los últimos años, ante la brecha cada vez más amplia entre la educación media y los estudios universitarios, especialistas como Paula Carlino han expresado la necesidad de pensar en una alfabetización académica; es decir, en proporcionar los primeros rudimentos de la enseñanza superior a quienes ingresan en la universidad por primera vez, a través de distintas estrategias que le permitan al alumnado alcanzar las competencias indispensables para insertarse eficientemente en el circuito de la comunicación universitaria. Los resultados de la alfabetización académica se miden, más que por la elaboración y aplicación de conceptos teóricos, por su capacidad para proponer estrategias cognitivas que brinden una mayor accesibilidad a los discursos especializados de una disciplina. Si en ecdótica no encontramos formas amigables y más intuitivas para allegar los resultados de nuestras investigaciones a quienes leen, vamos a quedarnos solos y solas muy pronto. Como escribía Alfonso Reyes, “lo clásico es lo sencillo y lo inmediato. Pero a ello sólo se llega por lo complicado y lo mediato. A menos que se haya nacido griego”. Sin ser griegos, como especialistas estamos parcialmente impedidos para poder apreciar las dificultades de un texto crítico y, en un segundo plano, un aparato de notas, de contenido o de variantes, da igual; no nos haría daño recordar a Villari, el personaje de Borges, en “La espera”, quien leía un ejemplar de la Divina comedia, “con el viejo comentario de Andreoli”, sin atender a la necesaria lectura entrecruzada de texto crítico y notas. Nos cuenta Borges que, “menos urgido por la curiosidad que por un sentimiento del deber, Villari acometió la lectura de esta obra capital; antes de comer, leía un canto, y luego, en orden riguroso las notas”. Es decir, no advierte que texto y notas deben leerse de forma paralela y alternada; que para entender y aprender nada mejor que la lectura discontinua; Villari lee, por el contrario, primero el texto y luego las notas en una secuencia lineal, rigurosa, acumulativa y, en consecuencia, ineficaz. Tampoco somos conscientes del rechazo generalizado hacia la nota. Hoy, en las editoriales comerciales se pasa por una fase de duelo ante la muerte de la nota a pie de página; en el libro electrónico, porque la aplicación informática para distintos dispositivos electrónicos simplemente no tiene pie de página, pero también en el ámbito académico: desde 1984, el manual de estilo de la MLA desaconseja el uso de las notas a pie de página, como señala Betsy Hilbert, y la adopción del sistema parentético de referencias por diferentes revisas académicas ha contribuido enormemente a ello. Quizá ya solo en estas ediciones críticas, haciendo notas útiles, podemos salvarlas de la extinción. Evolucionar o morir. Si queremos formar lectores de ediciones críticas, tenemos que pensar en una alfabetización académica en crítica textual, y ponernos, al menos por un momento, del lado de quien lee la edición crítica. ¿Por dónde empezar? No basta con enseñar mecánicamente el significado de collatio codicum, constitutio textus o stemma codicum; se puede hacer, pero sin pasar a las prácticas lectoras que identifican la edición crítica, dudo que sirva de mucho. Se trata de operaciones mentales más profundas que me siento hoy en la obligación de explicar, al hilo de la reciente contribución a la crítica textual de la Academia Mexicana de la Lengua desde su propio frente, los Clásicos de la Lengua Española, ambiciosa colección de 140 títulos que conmemoran otros tantos años de existencia de dicha institución, en ediciones críticas solventes. Se trata de ediciones que continúan el proyecto de Francisco Rico anidado en la Biblioteca Clásica de la Real Academia Española (precedido por la Biblioteca Clásica, primero en la editorial Crítica y luego en el Centro para la Edición de los Clásicos Españoles y Galaxia Gutenberg - Círculo de Lectores), ediciones caracterizadas por una ingeniosa combinación del más afinado rigor filológico y atención personalizada a los distintos tipos de lectores y lectoras, cuyos resultados se expresan en un texto crítico regularizado, limpio en lo posible de signos diacríticos y por ello de fácil lectura, seguido de un aparato crítico complejo que se expresa a través de ocho campos distintos y simultáneos para la lectura discontinua, según una curva de dificultad creciente. El compromiso de una colección como esta no puede detenerse en la publicación y distribución de bienes culturales, no al menos hasta encontrar las estrategias para ponerlos al alcance de un público no estrictamente universitario, para educar a quien lee en el uso de estas ediciones con eficacia práctica, sin estorbar la lectura y sin ofender su inteligencia. No puede ser un simple compendio teórico, pero tampoco puede imitar sin más las “Instrucciones para subir una escalera” de Julio Cortázar (aunque, en esta ocasión, me permito citar algunas líneas en cursivas). Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia la página de la edición crítica se caracteriza por una amplia anotación al pie. Alguna vez hizo notar George Steiner que la medida de nuestra ignorancia actual sobre mitología estaba en las notas a pie de los textos clásicos. Mientras más grande y densa resulte la mancha invasiva de notas, mayor será la inseguridad epistemológica de quien lee. Una nota extensa puede convertirse fácilmente en un arma de intimidación cognitiva. Ello, sin olvidar la tortura de las llamadas continuas. Noel Coward afirmó alguna vez que bajar la vista del texto para leer una nota a pie de página equivale a dejar de hacer el amor y descender las escaleras hasta la planta baja porque han llamado a la puerta. Una lectio interrupta. 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Leer para aprender: discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua, 10 de septiembre 2015
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