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Rita Eder, nacida en la Ciudad de México, obtuvo el grado de Licenciada en Historia por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM en 1969; el título de Maestría (MA) en Historia del Arte del Departamento de Historia del Arte de la Ohio State University en 1973 y el Doctorado en Historia del Arte por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM en 2012. En octubre de 1975 ingresó al Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM del cual fue directora de 1990 a 1998.
[toc] => Agradecimientos 9
Rita Eder comenzó a impartir cursos desde 1973, en la Universidad de las Américas Puebla (Campus Cholula). Como profesora de tiempo completo dio clases de arte latinoamericano, prehispánico, colonial y moderno. En el Posgrado de Historia del arte de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM ha impartido una gran cantidad de cursos y seminarios desde 1975 hasta la fecha, especialmente en las áreas de arte moderno y contemporáneo. Asimismo ha dado cursos en otros programas de la UNAM y en la Universidad Iberoamericana. En el extranjero ha colaborado con la Universidad de Buenos Aires, la Universidad Nacional de San Martín en Argentina, la Universidad de la Habana, la Universidad de British Columbia en Canadá y la Ècole des Hautes Etudes en Sciences Sociales en Francia.
De 2005 a 2007 fungió como coordinadora del posgrado en el programa de Historia del arte en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Entre las metas alcanzadas durante su coordinación, está la reestructuración del programa académico de la maestría. Esto permitió fijar las bases para lograr un posgrado de calidad. Su participación como directora y tutora de tesis, tanto a nivel maestría como doctorado, ha sido sumamente activa desde su ingreso a la Universidad.
Actualmente, Rita Eder es miembro del Comité de Expertos del Humboldt Forum de Berlín (desde 2015) y Consejera Titular del Consejo Interno del Instituto de Investigaciones Estéticas (desde 2016). Ha formado parte del comité asesor del Getty Research Institute entre 2008-2015. La doctora Eder fue también Vicepresidenta de CIHA (Comité International d´Histoire de l’Art) (1996-2004); presidenta del Comité Mexicano de Historia del Arte (1997-2000). Formó parte del comité asesor del IDAES (Instituto de Altos Estudios Sociales) Universidad Nacional San Martín, Buenos Aires; y del Consejo Académico del MUAC (Museo de Arte Contemporáneo), UNAM.
Entre las distinciones más importantes que ha recibido destacan el reconocimiento “Sor Juana Inés de la Cruz” al mérito universitario, Universidad Nacional Autónoma de México, en 2006 y el Premio Universidad Nacional en el área de Investigación en Artes en 2013. En el 2016 obtuvo la beca Edmundo O’Gorman, otorgada por Columbia University (Nueva York) y ILAS (Institute of Latin American Studies) y en Diciembre del 2017 fue elegida como miembro de la Academia de las artes.
Prefacio 11
Introducción 23
México 1935 35
Primeras impresiones 37
El cuadro 42
El sitio 44
La Soledad 44
Santo Domingo 52
El banco 54
Los campesinos al centro 55
El lado izquierdo 59
El lado derecho 62
Lo rojo 64
La bandera pisoteada y los repintes 66
Los hechos 67
Primera lectura del Lombardo de Antonio Ruiz 77
Arte y política 86
Garrido Cana bal 89
El piso 100
Algunas conclusiones 105
Verano: un Glose-up de la modernidad 109
El género en Verano 114
La ciudad y los escaparates 122
Verano como alegoría 127
La mujer en el cine mexicano de los años treinta 136
La mirada animada y el cuerpo inerte 141
El artista como escenógrafo 146
El mural del sindicato 151
El escaparate 156
Un fláneur en la ciudad de México 158
Unheimlich 163
El sueño de la Malinche: entre los pliegues de la cartografía 167
Preámbulo 170
Fuera del canon 172
El sueño de la Malinche y la alegoría 177
El sitio 186
El laberinto 187
Marina-Malinche en los textos y las imágenes 189
Territorio y mujer 192
Antonio Ruiz y la cartografía 198
Mapas como figuras humanas 203
Malinche-Magdalena 204
La cabellera 206
Identidades compuestas 211
La melancolía 213
Segunda lectura: el tépetl 221
El Códice de Cholula 224
El reverso del códice 225
La pirámide-cerro 227
El sueño en el contexto del surrealismo 234
Tolomeo y Copérnico en el Nuevo Mundo 239
Astros y artistas 242
El Ptolemaeus y Copernicus de Ruiz 245
El doble mapa de Ciudad Universitaria 248
Ciencia y religión 253
El conocimiento astronómico de la Nueva España y los jesuitas 257
Una iconografía antigua en tiempos modernos 260
La revolución copernicana como melancolía 263
El cosmos y el fin del milenio 264
Epílogo 273
Lista de películas 277
Lista de ilustraciones 279
Fuentes 289
Archivos consultados 289
Bibliografía 289
Índice analítico 317 [free_reading] => Prefacio El tema de este libro se desarrolla a partir de algunas obras del pintor Antonio Ruiz (1892-1964), que se caracterizan por complejos planteamientos visuales alusivos a la vida social y política en el México de la primera mitad del siglo xx. Este corpus de imágenes me llevó a establecer un diálogo con varias problemáticas que en tiempos recientes se han planteado en el campo de la historia del arte. Desde la disciplina misma se han cuestionado los modos de escribir la historia del arte al poner en duda sus conceptos fundacionales como el estilo, el uso de esquemas cronológicos establecidos o las divisiones geográficas al servicio de los estados nacionales.' Quizá la revisión que más ha persistido sobre los estudios de arte y su escritura es el análisis de sus relaciones con los discursos del poder, lo cual, corno reacción, ha permitido desmontar dichos discursos y ha propiciado una corriente enfocada a la diversidad de actores y procesos sociales que intervienen en el trabajo artístico. Esto no es nuevo para la historia del arte pero ha sido reformulado de manera más operativa por T.J. Clark. El académico inglés fue pieza fundamental en los años setenta de lo que se conoce como una "nueva historia del arte", caracterizada por ser contraria en sus métodos a aquellas narrativas que dominaron la academia europea y norteamericana durante las décadas de los cincuenta y sesenta, es decir, durante el momento álgido de la Guerra Fría en que la tradición de la historia del arte como historia de la cultura fue hecha a un lado. Una nueva generación de historiadores del arte consideró los métodos y perspectivas del formalismo como ortodoxos y positivistas, y se concentró en el análisis del estilo, la iconografía y ciertamente se preocupó por las nociones de calidad y genio. En contraste con la mirada sobre el arte como algo privado y al margen de la sociedad, la nueva historia ubica al arte en relación con la sociedad e intenta analizar su papel en la coyuntura de las necesidades e identidades de diferentes grupos y clases. Para Clark, el futuro de la disciplina se basa en una historia social capaz de percibir la producción artística como un conjunto de elementos que le son propios, por ejemplo el espacio y la forma. La concepción de Clark sobre la historia social del arte aparece en el primer capítulo de su libro Image of the People. Gustave Courbet and the Second French Republic. En él aclara su rechazo a la relación mecánica entre el arte y las ideologías, y expresa su resistencia al uso de la historia como telón de fondo de la obra de arte. Clark aspira a explicar los vínculos entre la forma artística y los sistemas disponibles de representación visual, y las teorías del arte vi-gentes. Para lograr hacer una historia del arte así se necesitó de un enfoque interdisciplinario y de una gran pluralidad teórica con el fin de retrotraer los contenidos y significados, pero basándose en la percepción de la obra y en sus factores constitutivos, es decir en aquello que la define corno un producto diferenciado por sus componentes ideales y materiales. Ésta es la base de las relaciones entre los procesos constitutivos de la imagen y sus relaciones con lo social. En otras palabras, según Clark la historia del arte descansa en el proceso de mediación que se da entre la obra y los procesos sociales. Hay en su forma de pensar algo que apunta a una cierta autonomía de la obra de arte y que dialoga con el concepto de ideología: "una obra de arte puede tener una intención ideológica como lo es su materialidad, pero el trabajo sobre esa materialidad le da nueva forma y en ciertos momentos esa nueva forma es una subversión de la ideología". La singularidad del arte, según la expresión de Thomas Crow, compañero de ruta de T.J. Clark, consiste en alentar otro proceso deductivo por medio de herramientas distintas a las que usaríamos si estuviésemos frente a un texto. Estas herramientas intentan acercarse a la imagen mediante un análisis de las características intrínsecas del objeto de estudio, el cual puede definirse como la construcción de lo visual. En la focalización de este proceso es viable arrojar nuevas conclusiones sobre las formaciones sociales, los procesos políticos o las mentalidades. En La inteligencia del arte, libro escrito por Crow a finales de la década de los noventa en medio del gran debate sobre la interdisciplina en la historia del arte, comenta tres textos de su predilección en homenaje a Meyer Schapiro, Claude Lévi-Strauss y Michael Baxandall. La intención del libro es presentar su posición como historiador del arte en el debate del cruce transversal de las disciplinas. Al analizar el famoso artículo de Schapiro, "Las esculturas de Souillac", dedicado a la interpretación del portal de la iglesia de Santa María -ubicada precisamente en Souillac, pequeña ciudad del sur de Francia-, Crow señala que ese texto está estructurado según la hipótesis implícita de que los casos más productivos para el proceso de investigación de un historiador del arte son los objetos vistos como excepciones en medio de la producción artística de su género y de su época. Este monumento (el portal de Souillac) demanda una historia social, dice Crow, que encuentra su lugar después de una exhaustiva disección de oposiciones internas que se apoyan en el marco de su construcción simbólica." El mérito de Schapiro fue escoger una obra marginal en la que lo conocido se desintegra, y en hacer un diagnóstico de la capacidad del arte de disolver la dicotomía entre forma y contenido relacionando obras excéntricas con un cuerpo mayor de objetos similares. Thomas Crow esgrime este razonamiento para señalar que el historiador del arte es alguien capaz de percibir cómo el objeto mudo cobra sentido a partir de los elementos que lo conforman. Este tipo de análisis permite construir una historia social diferente, central y no adyacente, que se apoya en el proceso de percepción y encuentro de los significados por desplazamiento; se trata de una historia social en la cual la relación entre las formas, el curso de la narrativa y, desde luego, las ausencias (de personajes u objetos de icono-grafías establecidas) sugieren un desvío o contradicción que permite generar nuevas conclusiones. Ambos enfoques pusieron de cabeza las ideas dominantes sobre la interpretación de las artes visuales y originaron una discusión sobre la especificidad de las herramientas de la historia del arte para dejar al descubierto el lugar donde se inserta el discurso del poder, ya sea político o religioso; esto me hizo pensar en algunas instancias en que la historia del arte en México actúa como un acompañamiento del nacionalismo cultural en tanto doctrina de Estado establecida desde mediados del siglo xix. El Estado mexicano moderno ha sido objeto de numerosos estudios desde perspectivas históricas y jurídicas. El concepto de Estado mexicano moderno utilizado en este trabajo es el de un Estado laico y centralizado, características que, con la mirada del historiador del arte, Fausto Ramírez ha articulado para explicar cómo este Estado ejerció el poder en el proceso de la construcción de un imaginario nacional" Ello no quiere decir que el arte ha permanecido exclusivamente en manos del poder central durante el largo periodo que va desde la República Restaurada hasta la llegada de Salinas de Gortari y su Reforma del Estado, como bien lo desarrolla Ramírez en su artículo sobre el fomento institucional y el patrocinio privado durante la República Restaurada." El patrocinio del arte en México ha sido y es multifactorial, incluso hay instancias en clara oposición al Estado, como lo son la Iglesia, los coleccionistas particulares, además de diversas organizaciones civiles. Desde luego el papel de la empresa privada ha sido crucial, sobre todo en los últimos treinta arios." Es fundamental subrayar que también para la historia del arte la desarticulación de la llamada "historia de bronce" se ha convertido en una corriente intelectual y metodológica a partir de la década de los ochenta del siglo pasado. Este giro en los estudios de arte tiene como finalidad deslindarse de una historia del arte que se identificó plenamente -aun teniendo algunas variantes- con la historia liberal y con el ideario nacionalista que impusieron un discurso sobre la nación en el que le otorgaron un valor fijo y sagrado." Quizá un libro sobre el tema que ha influido sobre los historiadores del arte en México es Comunidades imaginarias, de Benedict Anderson, sobre todo cuando se intenta analizar la producción visual desde la óptica de lo nacional y el nacionalismo. En este libro Anderson desmonta el concepto de nación como una construcción basada en la identificación imaginaria de la territorialidad y las conexiones abstractas de los ciudadanos, frente a una temporalidad y territorialidad que son más bien un proceso mental fabricado por el poder discursivo de los nacionalismos que una comunidad concreta. Esta idea de imaginarios se conectó bien con la historia del arte, y surgió paralelamente a otros enfoques que cuestionaron los valores fijos de nación y tradición, esto es, una nueva reflexión sobre el análisis de la conexión entre las artes y el Estado." Sin embargo, es necesario aclarar que la conciencia de una diferenciación entre nación y Estado, que surge justamente de los enfoques críticos de una mirada posmoderna, se inicia a finales de los años setenta; para el periodo que nos compete, las ideas de Estado y nación estaban identificadas como estrategias de poder. Un ejemplo de esta historia del arte, que tiene a lo nacional como una de sus tareas fundamentales, es la descripción que Justino Fernández, en los años sesenta del siglo pasado, hizo del centro histórico de la ciudad de México como un lugar fundamental de la identidad nacional en el que se conjugan todos los pasados: Estamos en relación actual y continua con obras del pasado indígena, del pasado español, del pasado moderno y del inmediato pasado, o sea del presente que va pasando a pasado. Todas forman parte, en cierto sentido, de nuestro presente, de nuestra contemporaneidad. Vivimos con todas ellas. Un corto paseo por la Plaza de la Constitución y sus inmediaciones es suficiente para encontrar obras importantes de todos nuestros tiempos históricos." Así puede decirse que en cierto sentido la historia del arte tuvo en México, por un tiempo, la misión de dar valor a la identidad y al patrimonio cultural, y de continuar con la idea central -la de la historia totalizadora- de los cinco volúmenes de México a través de los siglos, que se publicaron en 1884 y 1889 bajo la coordinación de Vicente Riva Palacio. Este gran proyecto tiene como eje imaginar a México como una nación constituida por la integración de su pasado y de todos sus grupos étnicos." Me pregunté en varias ocasiones si ocuparme de Antonio Ruiz sería una forma de contribuir a esa otra historia del arte, la que intenta poner de cabeza las relaciones de identidad entre las obras y la historia establecida sobre la conformación de lo nacional. Antonio Ruiz manifestó en varios de sus trabajos tendencias políticas y morales que pudieran parecer conservadoras. Un ejemplo es Los paranoicos (1941), una alusión caricaturesca a los integrantes del grupo literario de los Contemporáneos y a la homosexualidad de algunos de sus miembros. Algo que Diego Rivera, de tendencia política marxista, ya había adelantado en uno de los murales de la Secretaría de Educación Pública (SEP), lo cual hace pensar que la idea de nación y de lo nacional se identifica mejor con una noción masculina del Estado. En el plano político, Ruiz parece haber sido un crítico del cardenismo y su política de masas, e incluso de las instituciones indigenistas. No hay textos para corroborar esta afirmación, sólo las imágenes y ciertos testimonios de sus amigos nos llevan a pensar en el significado de algunos de sus cuadros como la manifestación de un descontento general con la jerarquía política de su tiempo y como una reivindicación de lo popular, además de un profundo escepticismo frente a la idea del cambio de las estructuras coloniales y decimonónicas que aún prevalecen en la modernidad. Hay en las obras de Ruiz una perspectiva crítica y compleja que se muestra en el ingenio para poner en imágenes la distancia entre su obra y los discursos visuales hegemónicos ligados a la política oficial, discursos que prevalecieron durante los años treinta y cuarenta del siglo pasado. De manera distinta a sus contemporáneos, Ruiz manifestó en imágenes una crítica de la modernidad en México y de su proyecto fundamental durante la primera mitad del siglo xx: la Revolución mexicana de 1910. Por necesidad y convicción empecé a mirar cómo el artista construye sus pinturas por medio de oposiciones, tanto en su peculiar acercamiento al paisaje y a los escenarios urbanos como en cuestiones de representación étnica, de clase social o de género. Advertí en las obras de Ruiz una narratología que responde a la idea de que las imágenes pueden verse como un conjunto de códigos visuales." Esos códigos se estructuran alrededor de la dinámica relacional de las miradas entre los diversos personajes que componen sus historias, las cuales se resignifican en el juego virtuoso de la perspectiva que acerca y aleja arquitecturas, paisajes y personajes. Algunas obras de Ruiz fueron pensadas expresamente para integrar al espectador al proceso de ver e interpretar y producir una activación mayor de las imágenes. El pintor introduce en algunas escenas, aparentemente costumbristas o cotidianas, el problema de la transformación de significados, lo cual logra mediante el proceso de recepción implícito en la pintura misma, es decir, el espectador está sugerido en la composición misma, por la altura y dirección de los ojos que rebasan el plano del cuadro para encontrarse con sus posibles conclusiones acerca de lo que tiene enfrente. Otro indicio significativo de la inclusión del espectador y el proceso de recepción es colocar en un primer plano a algunos de sus personajes de espaldas al espectador. Los personajes miran los objetos y las acciones que ocurren dentro de esa construcción visual que es la pintura, pero no sabemos exactamente su reacción; el observador completa el significado al intentar colocarse en la misma posición que estas figuras que miran la escena. Según Mieke Bal y Norman Bryson, la utilidad de la semiótica (no como disciplina ligada irremisiblemente a la lingüística sino en general a diversos campos culturales) en las artes visuales consiste en inducir nuevos modos de mirar y comprender lo visual, descubriendo los códigos específicos que habitan en su interior y los elementos y actores sociales que participan en los procesos de interpretación de una imagen, y considerando a esta última como un proceso activo de desplazamiento dinámico de significación. Ello implica desechar las interpretaciones que aspiran a la contundencia y recuperar la importancia del detalle en el que puede abrirse una duda que lleve a nuevas maneras de entendimiento. Las obras de Antonio Ruiz se caracterizan por obligar al observador a mirar de cerca, a veces con lupa, la diversidad de elementos colocados en el plano del cuadro que insertan contradicciones o paradojas, las cuales no se advierten en la impresión general o en el momento en el que nos alejamos de la obra para captar su integridad. Los detalles: vestuarios, elementos arquitectónicos o decorativos, etc., parecen ser claves que aumentan la complejidad simbólica. La escena cortada o parcial que caracteriza a algunas de sus obras (otra variante del detalle) obliga al receptor a imaginar el contexto más amplio implícito, una estrategia pictórica inversa que confronta las nociones de lo particular y lo general. El acto de contar, narrar y describir en el campo de la historia ha sido visto desde otra óptica, que compete a este trabajo, razón por la cual me interesé en Jean-Franlois Lyotard, cuyos escritos son escépticos ante las grandes narrativas; éstas son portadoras de mitificaciones fabricadas por individuos y sociedades para estructurar el conocimiento y legitimar ciertas verdades, como el triunfo de la razón o la victoria del proletariado, y en nuestro caso podríamos añadir el nacionalismo cultural; puede decirse que son estructuras totalizadoras que intentan disolver la diferencia o acallar otras voces que interrumpen la idea de totalidad. En cambio, Lyotard se muestra entusiasmado frente a las pequeñas narrativas (les petits récits) como testimonios que enfocan lo particular, eventos locales, experiencias individuales, ideas heterodoxas, que no están incluidas en los relatos predominantes. Estas consideraciones críticas en torno a las grandes narrativas aparecieron en su ensayo La condición posmoderna (1979) que pone énfasis en la pérdida de credibilidad de las metanarrativas frente al conocimiento científico caracterizado por la pluralidad de argumentos y la proliferación de la paradoja y el paralogismo. Un reporte comisionado sobre el estado del conocimiento, La condición posmoderna, ha sido calificado de nihilista o como una manifestación cínica y en consonancia con el debate del fin de la ideología y la crítica al proyecto de modernidad; sujetas a los desacuerdos entre derechas e izquierdas, sus observaciones fueron sintomáticas de un viraje en los estudios culturales ingleses, como hemos de ver más adelante. Cuestionar los modos de escribir como reflejo de los modos del autoritarismo (cultural y político) es quizá uno de los asuntos fundamentales en la confrontación entre las grandes narrativas y las pequeñas historias. En estas últimas se encuentran envueltas otras voces, transgresoras de los grandes paradigmas de la historia. La cuestión de la narrativa introdujo la idea del quehacer de la historia como el trabajo sobre un objeto concreto hecho de diferentes posibilidades y versiones para aproximarse a la realidad. El centro de este debate es el cuestionamiento del sujeto de la historia y el análisis de su quehacer, como un ejercicio de la diferencia que aportan esos relatos marginales. Las grandes narrativas están bajo sospecha pues cuentan la historia, como ya hemos visto, desde una perspectiva dominante. En La invención de lo cotidiano (1969), Michel de Certeau propone la teoría de la práctica de la vida diaria, y concibe ese trabajo como un conjunto de historias en las que cada individuo es el lugar en el cual se desplaza una incoherente pluralidad. Para Beatriz Sarlo, quien ha reflexionado sobre la construcción del pasado y el lugar de la memoria, De Certeau es el pionero de las estrategias de lo cotidiano, que fijan la vista en cómo reconstruir el pasado que se convierte en un cuadro de costumbres donde se valoran los detalles, las originalidades, la excepción a la norma o las curiosidades que ya no se encuentran en el presente. En el libro Practicing New Historicism (2000), de Stephen Greenblatt y Catherine Gallagher, se definen una variedad de prácticas críticas que cuestionan la pertinencia de la narrativa unificada como supremo modelo de perfección. Su punto de vista pone de relieve la importancia de lo singular, lo específico y lo individual de manera extrema. La fascinación con lo particular implica el rechazo a las formas estéticas universales y la resistencia a formular un programa teórico de largo alcance. Asimismo, este "nuevo historicismo" amplía en forma vasta el rango de los diferentes universos propensos a ser leídos e interpretados. Esta investigación contiene ciertas afinidades con la idea de que la narración tiene un papel distinto a la noción de lo aparente, que puede ser alterado por la manera en que opera la visualidad en las obras. Al mismo tiempo, me he interesado en la revisión de la gran narrativa y la propuesta de la pequeña historia o el fragmento, acuñado como instrumento crítico que posibilita el cuestionamiento de las relaciones entre el arte y el Estado en el México moderno, y me permite trabajar con singularidades. Es bien sabido que el concepto de nación formulado por los liberales en el México de la segunda mitad del siglo xix fue diseñado para lograr la unificación de la diversidad social, cultural y étnica. Hace tiempo que este concepto de nación ha sido seriamente cuestionado debido a una nueva visión de lo que son las comunidades humanas, que proponen mantener a una sana distancia la homogeneidad cultural implícita en el proyecto de Estado-nación. La gran narrativa de la historia del arte moderno en México es el muralismo mexicano que proporcionó el imaginario que requería el Estado en términos de historia y políticas étnicas en algunas de sus obras, por ejemplo las del Palacio Nacional de Diego Rivera, los murales de Orozco en el Hospicio Cabañas o los de Siqueiros en el Museo Nacional de Historia, en Chapultepec. Como toda gran narrativa, es imposible imaginar que todas las interpretaciones o textos escritos alrededor del muralismo parten de una visión única, ya que incluso en las versiones establecidas se han hecho diversas relecturas. En el muralismo, la noción de canon no implica la ausencia de estrategias visuales diferenciadas, lo que prevalece es su indiscutible hegemonía en cuanto camino artístico delineado como el más adecuado y revolucionario para un país como México, sobre todo entre 1920 y 1945. A continuación defino mi objeto de estudio como ese conjunto de historias que interfirieron con ciertos cánones establecidos por la pintura mural, en la que el gran tamaño, su presencia pública y su misión educativa obligaban necesariamente a construir la idea de una imagen al servicio de la historia y del mito. 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