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El público encontrará interesantes aportaciones provenientes de la administración pública, la sociología, la ciencia política, la demografía, el periodismo, la etnografía, los derechos humanos; en fin, de los estudios de género.
Las investigaciones destinadas a promover la igualdad y favorecer mejores condiciones para las mujeres constituyen, sin duda, un compromiso que cruza todas las disciplinas y se coloca como una agenda perenne en la reflexión seria de sus estudiosos. [short_description] => Perspectivas sobre las mujeres en México: Historia, administración pública y participación política es una obra que, a la luz de los tiempos recientes, se convierte en necesaria para dar voz y cabida a la presencia de las mujeres en los diferenciados y complejos ámbitos de la vida pública y política nacional. Producto de un esfuerzo por parte de los coordinadores, la preocupación por atender y arribar a los temas que aquí se incluyen nace de la mirada aguda de la historia para visibilizar la acción femenina permanente en los ámbitos público y privado, así como de un compromiso explícito por parte de la academia para evidenciarlo y que este libro así lo asume.
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Doctor en Ciencia Política por la Universidad de Lovaina, Bélgica. Ha sido Secretario General, Director de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales (FCPyS) y Coordinador del Colegio de Ciencias y Humanidades (CCH) en la UNAM. Fue Director General del INEA y Subsecretario de Gobernación. Desde 1971 es profesor de carrera en la FCPyS, y también lo ha sido en el Colegio de México y en el INAP, así como visitante en Harvard y Oxford.
Actualmente es consultor técnico en el Senado de la República y Coordinador del Seminario de Estudios Sobre Sociedad, Instituciones y Recursos, en la Universidad Nacional Autónoma de México.
También es profesor del Doctorado en Seguridad Nacional en el Centro de Estudios Navales desde 2008.Alejandre Ramírez, Gloria Luz (coordinadores)
Doctora en Ciencias Políticas y Sociales con orientación en Ciencia Política por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México. Imparte Cátedra como Profesora de Asignatura, Ordinario "A", de la División del Sistema de Universidad Abierta y Educación a Distancia (SUAyED) de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales (UNAM).
[toc] => Introducción. La mujer, protagonista de la vida política en las historias de España y México 7
Profesora-Investigadora de Tiempo Completo de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM), Plantel Casa Libertad. Pertenece al Sistema Nacional de Investigadores, SNI- CONACYT.
Ponente, organizadora, comentarista, presentadora y moderadora en diversos foros nacionales e internacionales. Dictaminadora de libros y revistas especializadas en Ciencias Sociales, Directora de tesis, tesinas y trabajos recepcionales de Licenciatura y Posgrado (Maestría y Doctorado) en las disciplinas de la Ciencia Política y la Administración Pública. Asociada LASA, IPSA, INAP, Federación Mexicana de Universitarias (FEMU).
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GINA ZABLUDOVSKY KUPER
Dictando la igualdad de género: el Tribunal Electoral Federal y la acción afirmativa en los sistemas normativos internos de Oaxaca 77
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La participación política de las mujeres y el principio de paridad de género en México 103
IMER B. FLORES
Sororidad periodística: los derechos políticos de las mujeres y las periodistas mexicanas 121
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El efectivo ejercicio de la participación política de las mujeres indígenas a la luz de principio de paridad de género. Efectos y retos 153
ROSELIA BUSTILLO MARÍN
Panorama, obstáculos y oportunidades de las mujeres en la administración pública 173
EDUARDO TORRES ALONSO [free_reading] => Introducción. La Mujer, protagonista de la vida política en las historias de España y México Fernando Pérez Correa* La formación de España, proceso persistente de origen remoto y ciertamente accidentado, implicó, en la península ibérica, como ocurrió en otras regiones del Mediterráneo, la lucha por el espacio, el despliegue de fuerzas y la confrontación entre diversos grupos étnicos, decididos a hacerse con la tierra y quienes, confrontados con los ocupantes, reavivaron incontables veces un conflicto secular, desde la invasión temprana del territorio y la resistencia entre pueblos a menudo vecinos, como acaso también de orígenes étnicos varios, creencias propias y, desde luego, intereses contrapuestos y excluyentes; esto es, nórdicos, indo, centro y sur europeos, y celtas, griegos y gaélicos; con otros más adheridos: irlandeses, escoceses y bretones, germanos (godos y visigodos), como también, entre otros grupos más, asiáticos y africanos (mayormente musulmanes, originarios de regiones mediterráneas próximas o remotas), acaso asentados desde la antigüedad, como también migrantes recientes, de persistencia indomable, quienes a lo largo de siglos emprendieron sucesivas ocupaciones de la península a lo largo de las épocas más diversas (prehistórica, mediterránea, greco-romana, medieval, renacentista, moderna; en fin, contemporánea). Así, la gran península ha registrado la presencia (pasada o actual, fugaz o sostenida) de africanos, iberos, fenicios, árabes, griegos; en fin, europeos de diversas raíces, como también naturalmente, españoles, todos ellos asentados en espacios distintos, inciertos e inestables, a quienes finalmente, en el cuadro de la guerra, se sumaron años después, canadienses y norteamericanos. Durante las guerras púnicas que enfrentaron a cartagineses y romanos, los primeros emprendieron y ganaron en la primera guerra púnica la lucha por el control provisional del territorio español; aunque la victoria de Roma, en la segunda, significó su expulsión. Como consecuencia, los romanos ocuparon la península a la que dos siglos antes de nuestra era, denominaron Hispania. Algunas precisiones son pertinentes. Las tribus hispánicas ofrecieron una vigorosa resistencia a las múltiples ocupaciones, con lo que se produjeron repetidos levantamientos y rechazos hasta que la paz romana, dominante entre el reinado de Augusto y finales del siglo III, significó la romanización de la sociedad y el establecimiento gradual de la lengua, el derecho y la religión. Los desarrollos demográficos se produjeron también con intensidad. Lo mismo ocurrió con la expansión económica, proceso a cargo fundamentalmente de la agricultura. Los hispanos participaron en esta florecencia en todos los niveles, asimilándose y participando en las diversas empresas imperiales, al extremo de que, con el tiempo, tres de ellos: Trajano, Adriano y Todosio, fueron emperadores de Roma; por su cuenta, Séneca, Marcial, Cantiliano y Prudencio ilustran la dinámica expansión del talento español en el acrecentamiento y reproducción de la cultura latina. Pero esta experiencia sería fugaz. Entre los siglos tercero y quinto diversos pueblos germánicos saquearon el territorio español. Lo propio hicieron los visigodos quienes, aliados a los romanos, se habían asentado sin plazo, en números inquietantes, en Hispania. Miles de ellos colmaron la meseta de Toledo. Desde luego, dominaron también a los pueblos asentados en los espacios circunvecinos. Por su parte, los visigodos florecieron con el paso inexorable del tiempo aunque, sin embargo, no pudieron librarse del estallamiento paralelo de pugnas internas cada vez más devastadoras qué, finalmente, abrieron la puerta a la pérdida de su hegemonía. Los hijos del rey Rodrigo, enfrentados a éste, recurrieron nada menos que al apoyo musulmán, iniciativa de consecuencias a la postre devastadoras que produjo, en la práctica, otra invasión de la península. En el siglo VIII los musulmanes se habían apoderado ya, prácticamente, de todo el país al que llamaron al-Ándalus. Se estableció, entonces, el distante Califato de Damasco, administrado in situ por un Emir. Sin embargo, Abdal-Rahmán se independizó y proclamó, a su vez, el Califato de Córdoba. Como el lector registrará, ni las alianzas ni los riesgos fueron razones suficientes para aconsejar a los invasores renunciar a la expansión, aun cuando la persistencia del proceso pudiera significarles poner en juego su sobrevivencia. La población hispana se hizo musulmana con el nuevo Estado al-Ándalus. Este conservó su hegemonía frente a los nuevos y remotos reinos cristianos, lentamente conformados en la península, así fuera en buena medida en el hemisferio medio del norte. Con todo, el viento había cambiado de dirección y, en el siglo xi el poderío musulmán entró en decadencia, fruto de varias rupturas cuando, paralelamente, se había producido ya un juego de fuerzas entre contendientes diversos en ascenso: los cristianos controlaron las regiones montañosas de Asturias, Galicia y Cantabria mientras, por su cuenta, los francos se establecieron en tierras hoy catalanas. En el siglo ix, Asturias llegó hasta el río Duero y ya en el siglo X asentó su capital en León, aunque en torno a Burgos. Por su parte, Fernán González fundó el Condado de Castilla, y el pequeño reino de Navarra se extendió hasta Tudela, aunque los éxitos cristianos hubieron de esperar el desmembramiento del Califato de Córdoba, primero; y años después (hasta el siglo xi) la recuperación de Toledo, con lo que pudieron extenderse hasta el Tajo. La lucha se intensificó en el siglo Xll. En Aragón, Alonso I, El Batallador, reconquistó Zaragoza. Establecida ya la alianza catalano-aragonesa, los españoles recuperaron el Valle del Ebro y rechazaron las contraofensivas musulmanas en las Navas de Tolosa, evento señaladísimo, debido a la concertación de todos los reinos cristianos frente a los musulmanes. Cito a Joseph Pérez: "A partir de ese momento, el avance coordinado de Portugal, Castilla y Aragón, abrió el paso a los éxitos militares. Destacan, entre otras, las siguientes victorias: Portugal reconquistó sus antiguas provincias perdidas, Castilla llegó hasta Córdova y Sevilla, mientras Aragón ocupó, entre otros territorios, las Baleares y Valencia."' Hacia 1270, los musulmanes sólo conservaban Granada y parte de Huelva. Sin embargo, el costo de estos resonantes acontecimientos fue alto, ya que, en contrapartida, la economía de Castilla decreció y los conflictos internos se intensificaron, en contraste con el auge comparativo que otros reinos disfrutaron entonces. Portugal inició sus exploraciones marítimas, mientras Cataluña, Valencia y Baleares cobraron el rango de dinámicos centros de comercio, orientados hacia el Mediterráneo. Con todo, sólo la recuperación de Castilla desde luego y su posterior unión con la corona de Aragón, permitieron con el tiempo, que en 1492 (año del primer gran descubrimiento de Colón), se produjera la expulsión definitiva de los musulmanes del reino de Granada. En ese momento gobernaban ya España Isabel, reina de Castilla, y Fernando de Aragón. Destaca en este proceso un hecho decisivo, intenso y variado: en el siglo xv, España y Portugal ofrecieron al mundo contundentes _testimonios contradictorios: España, en razón de la decisiva capacidad, desplegada por la reina Isabel en el orden de la política y el ejercicio del poder; mientras en contraste, Portugal perdió oportunidades como fruto del empeño de necia resistencia. En efecto, en la España de los reyes católicos (1474-1520), la guerra que sostuvieron Castilla y Portugal desde la primavera de 1475 hasta la firma de la paz en 1479, fue calificada por sus contemporáneos, según John Edwards nos muestra, y siguió siéndolo después hasta el presente, por autores posteriores, como una "guerra necia".' Ahora bien, como el mismo autor da cuenta, la guerra fue atribuida a la "impetuosidad del príncipe Juan de Portugal y la avaricia de su padre, Alfonso V". El propio Edwards nos recuerda que, años después, Peter Russell calificó dicho enfrentamiento, iniciado por Portugal, como "tal vez la más frívola de todas las guerras... de la Corona portuguesa". Cierto, el blanco de "la amenaza portuguesa" eran Castilla y su nueva reina, aunque las consecuencias del enfrentamiento fueran decisivas para el resto de España.' Según Elliot, "la guerra fue mucho más que una disputa entre las dos princesas rivales por la corona de Castilla. Era probable que su resultado determinara el futuro" de ambos reinos. Por así decirlo, la guerra fue, al menos para Portugal, desbordante, ruinosa e improductiva. La intervención de Luis XI de Francia tuvo, además, efectos para el equilibrio de poder en el oeste del continente europeo. Según Joseph Pérez, a los reyes católicos les tomó cinco años asegurar "definitivamente" el poder. Admitamos que esta visión contrasta con algunos hechos decisivos: Edwards, con razón, registra que, desde 1238, Portugal ya había afirmado y establecido, en forma definitiva sus fronteras. Siglos después, con el avance de la "reconquista cristiana", se abrieron en la Andalucía Occidental las puertas a la autoridad de Castilla (Isabel), como también, en Valencia, a la del rey de Aragón y Conde de Barcelona (Fernando). Es en este cuadro, donde conviene establecer el avance de la dominación cristiana en la costa del sur de Portugal, a costa del achicamiento de la influencia musulmana; este nuevo e inestable mapa, modificó el conjunto de los equilibrios de poder, sin olvidar que encendió la lucha portuguesa por la independencia frente a Castilla. Desde finales del siglo XIV, Portugal había procurado concertar una alianza con Inglaterra, de manera que las relaciones dinásticas entre las diversas casas reales de la península generaran una dimensión intocable. Edwards recuerda que Fernando e Isabel eran, después de todo, descendientes de la misma Casa de Trastámara y que la propia madre de Isabel, también llamada Isabel, era portuguesa, como lo eran también los hijos de otras casas allegadas. Los primeros años del reinado de Fernando e Isabel en Castilla cobraron, así, los altibajos propios de los "pleitos de familia". Resumamos: en un trasfondo espeso y oscuro de conspiraciones, enfrentamientos y golpes de mano se jugaba, en el fondo, la pugna entre Portugal y Castilla, precisamente por el establecimiento de las fronteras que se extendían a las distintas regiones castellanas, que también se repetían en la situación de otros principados, entre ellos el de Aragón. Sobresalen así la complejidad del proceso y el peso de sus consecuencias. Fue precisamente en este intrincado cuadro de diferencias que Enrique IV de. Castilla consolidó su posición real aunque su muerte abriera, poco más tarde, nada menos que el acceso de Isabel al rango de reina de Castilla. En fin, para complicar más las cosas, los futuros reyes católicos se casaron, en secreto, en 1469. Retrocedamos algunos años y acudamos una vez más a Edwards: "Isabel, [nos dice], se vio compelida a replantear su táctica. Para empezar, la princesa, de 17 años, siguió el consejo del arzobispo Carrillo y aceptó suceder a Alfonso, reclamando el trono de Castilla, aunque pronto resultó obvio que no sería fácil derrotar a su hermanastro Enrique, quien contaba con el apoyo continuo del Papado... y con el del general de la Orden de San Jerónimo, Alonso de Oropeza". Las posiciones se dividieron: "De hecho, la ciudad de Sevilla proclamó a Isabel reina en aquel momento, [con lo cual] disponía ya del poder necesario para reclamar de manera plausible el trono"." La posición de Isabel fue titubeante y por momentos pareció incluso dispuesta a desistir de su decisión de acceder al trono. Sin embargo, estaba dispuesta a aceptar a Enrique como rey, aunque se negó a reconocer a Juana, de seis años, como hija legítima del rey y, por tanto, como heredera. Isabel adoptó entonces, explícitamente, su calidad de "Heredera del trono", atributo consignado en la firma de todos los documentos que rubricaba. Para enfrentar tales complicaciones, con esta línea Isabel buscaba una avenencia. El 18 de septiembre de 1468 se reunió con el rey, en un encuentro que duraría ¡una semana! en las proximidades de Ávila. Los presentes y los comentaristas coincidieron en apreciar que Isabel había dejado bien sentado su derecho a gobernar, aunque era preciso, que ella y sus rebeldes recibieran primero el perdón de su hermanastro, Enrique. Sin embargo, una vez más surgió una discrepancia entre los principales nobles protagonistas, el arzobispo no aceptaba el acuerdo de Isabel con su hermanastro, mientras que, por su parte, otros personajes ansiaban llegar a dicho acuerdo, acaso para recuperar el patrocinio real. Con todo, "En el momento decisivo se impuso el punto de vista del marqués de Villena, fue entonces que el arzobispo Carrillo acompañó a Isabel al "Encuentro de Guisando" andando él al lado de la mula en la que ella iba montada y guiándola, para establecer, según Edwards, sin duda alguna su condición regia."No hubo ningún secreto sobre los asuntos que trataron: "en primer lugar, Isabel y sus partidarios se sometieron a Enrique como soberano suyo y, en segundo lugar, el rey reconoció a Isabel como legítima heredera suya"." Los argumentos de este "final feliz" fueron barrocos y justificatorios, toda vez que ni Enrique ni Isabel tenían ninguna alternativa legítima distinta. El rey ordenó entonces que Isabel jurara como heredera del trono y le concedió el señorío de Medina del Campo. Isabel también recibió jurisdicción sobre Ávila, Escalona, Molina, Alcaraz y el Principado de Asturias. En suma, los hechos parecen demostrar que, así fuera implícita, (acaso) soterradamente, la condición femenina de la heredera no era ningún inconveniente determinante. Cabe en cambio subrayar un hecho decisivo: se acordó que el matrimonio de Isabel no tendría lugar, en su momento, sin el consentimiento del rey respecto al consorte. En dichas condiciones, el siguiente paso crucial para Isabel era el matrimonio. Su "cotización" en el "mercado matrimonial" europeo había subido cuando Enrique la reconoció como heredera. En ese cuadro, y en una situación difícil, Juan II de Aragón, presentó a su hijo como pretendiente. Inglaterra, por su parte, propuso a un hermano de Eduardo IV: Ricardo, duque de Glowstone; como tal vez también a Carlos, duque de Berry y hermano de Luis XI de Francia. Isabel podría aspirar con él, incluso al trono francés. En esas condiciones, el matrimonio se había convertido ya en el asunto prioritario para Isabel quien, por su cuenta, se había cobrado ya en el rango de protagonista sin rival del proceso sucesorio español. Muchos observadores consideraron "milagroso" el conjunto de circunstancias en las que Isabel llegó a casarse con Fernando de Aragón. Cierto, ocurrieron eventos insólitos que algunos autores llaman "novelescos". Entre ellos, obstáculos diversos y casi insuperables y, como era de esperarse, la aparición de una incontable multitud de pretendientes. Alfonso de Portugal ya había entrado en Lisa en 1465, aunque, resultó ser una alternativa inferior cuando el rey Enrique explícitamente la reconoció como la heredera legal. Los partidarios de Isabel opinaban de distinta manera. Algunos hubieran preferido que Isabel tuviera la suerte precisamente de matrimoniarse con algún monarca, (con lo que, lejos ya, dejaría así a otros aspirantes libre el campo de Castilla...), pero el arzobispo fue partidario firme del "matrimonio aragonés", línea con la que desde luego coincidía Fernando, el potencial novio. El rey Enrique defendió sus propios intereses, aunque, se mostraba, en cambio, reacio a rechazar la opción portuguesa (la opción que el matrimonio de Isabel con Juan, el hijo del rey de Portugal, justamente implicaba), pero Isabel expresó al rey su decisión firme de no contraer matrimonio con Alfonso de Portugal pese a que, dicen los cronistas, el rey la amenazó con encerrarla en el alcázar de Madrid si no aceptaba a dicho candidato. Por lo demás, Isabel rechazó igualmente otras alternativas, como la de Carlos de Francia aunque, lo cierto que, la verdad, la alternativa francesa ya había sido excluida; mientras los ingleses, por su parte, nunca mostraron una firme determinación, ni se empeñaron mayormente en su propia propuesta. La consecuencia se hizo fatal: el único candidato restante era Fernando de Aragón. Consecuentemente, el 7 de enero de 1469, Juan II y su hijo firmaron las capitulaciones matrimoniales preliminares. La pronta y eficaz redacción del documento se debe a la insistencia de los protectores de Isabel, quien se vio envuelta así entre dos alternativas opuestas. La primera, orquestada por el arzobispo, con el objeto de casarla con Fernando, el heredero aragonés, quien además, a la sazón era rey de Sicilia; mientras la otra consistía en unirla a Alfonso de Portugal. La alternativa portuguesa resultaba dificil: el candidato era demasiado viejo y no parecía capaz de engendrar herederos sanos. Además, ya tenía un hijo crecido. En cambio, tanto la corte castellana como la portuguesa querían que el príncipe Juan de Portugal se casara con Juana, la rival de Isabel, con lo cual la mayor de las dos princesas hubiera sido relegada al olvido. Es claro que Isabel estaba decidida con firmeza a que la corona castellana fuese suya. Consecuentemente, bien consideradas las cosas, finalmente decidió que Fernando representaba la mejor alternativa para conseguir la corona. El rey aragonés apoyó este posible casamiento ya que, además, tenía estrechos vínculos con la corona de Castilla y con el arzobispo Carrillo. Sin embargo, a la luz del temor de que Fernando pretendiera ejercer en Castilla un excesivo poder lo cual, desde luego, como cuestión central intentó evitarse con éxito. Las capitulaciones matrimoniales se ocuparon, en consecuencia, precisamente de este potencial problema. En efecto, el príncipe aragonés se comprometió a respetar los fueros, usos y costumbres de Castilla, y a residir permanentemente en el propio reino con su esposa, con lo que se evitaba que, en caso contrario, se interesara en concentrarse en el cuidado de los negocios de la corona de Aragón. Fernando debió jurar también no tomar medidas políticas o militares en Castilla sin el consentimiento de Isabel y no dar ningún cargo ni poder en el reino a extranjeros a Castilla (léase aragoneses o catalanes). Peor aún, Fernando tuvo que prometer, también, que en los asuntos políticos, en todo momento ¡se sometería al criterio de la nobleza castellana! Pero ahí no concluía el listado de condiciones. Los aragoneses debían efectuar además un pago inmediato de 20 mil florines de oro, entregar un collar de rubíes, como también 100 mil florines, en cuatro meses, contados desde la consumación del matrimonio. Dichos compromisos previos resultaron aún más desbordados: los aragoneses se comprometieron a proporcionar 4 mil lanzas para prestar servicio en caso de necesidad. En suma, Fernando aceptó ni más ni menos a convertirse en el cónyuge atento, celoso y prudente de la reina, su futura esposa. Como es sabido, otra complicación inesperada se presentó entre Fernando e Isabel por compartir un grado de parentesco prohibido. La superación de dicho obstáculo reclamaba nada menos que una dispensa pontificia. Los partidarios de Isabel superaron estas dificultades conquistando para su causa al legado pontificio en España, lo que en su momento solucionaría el problema. De esta forma, finalmente, el difícil camino quedó franco despejado. En suma, en el corazón del siglo XV (1469), precisamente, una mujer, tomó el reino y se hizo cargo de la tarea de ejercer, a título propio, el mando real de lo que era y sería España; todo esto con el apoyo del pueblo, los nobles y los clérigos. Claramente se trata, ni más ni menos, que de un caso límpido de entrega del poder del reino de Castilla a una mujer, sin que su género hubiera significado un obstáculo infranqueable. No se conoce ningún registro que documente que Isabel hubiera sido objetada por su género. Ciertamente, así fuera un caso inusual, son transparentes, públicas, aceptadas y consentidas las razones por las cuales la autoridad de la reina Isabel se estableció y consolidó, lo que dio lugar no sólo a la regularización y la expansión de Castilla y Aragón, sino nada menos que a la continuación de lo que eran ya otros "virreinatos"; es decir, Aragón, Cataluña, Galicia, Navarra y Valencia; como también, Nápoles; Sicilia, y Cerdeña. Repitamos lo que fue aún más sobresaliente: nada permitía anticipar, menos aún objetar (por su género) su firmeza personal acreditada años más tarde, al decidir apoyar, dos décadas después, contra la opinión de muchos, las expediciones de Colón, que condujeron al "descubrimiento" de América. Resumamos: Isabel fue simple y llanamente la reina de Castilla, en razón de su linaje, sin que su condición femenina fuera en ningún momento un asunto significativo. Dejemos el "Descubrimiento de América", evento español que habría sido ciertamente imposible sin el apoyo de la reina, y constatemos que la ocupación española del Caribe y, poco después, de México, fue una hazaña atribuida, por propios y extraños formalmente a la Corona de España; esto es, en última instancia a Isabel y a Fernando. Estos representaban un momento decisivo en la larga (y tal vez, acaso aún hoy inconclusa) tarea de integración de España. Es inevitable reconocer el papel decisivo y protagónico que correspondió, precisamente a lo largo de su reinado, a la reina Isabel: recordemos su trascendental iniciativa de impulsar y financiar los viajes de Colón, el "descubridor" de América; como también el peso de su acción para dirimir las discrepancias con Portugal, consolidar la formación de un reino peninsular y, en fin, asumir su papel de reina, decisivo para el futuro peninsular. La comprensión y apoyo que la Corona española brindó a la aventura de Colón de encontrar, por una vía occidental, el medio para romper la exclusión de España del mercado de las especies, se produjo sin imaginar siquiera la existencia del globo terráqueo, y sí, en cambio, pensando abrir una nueva ruta al Oriente. En los hechos, España se apoderó de un "Nuevo Mundo". Concluyamos: en el caso de la reina Isabel, se trata de una mujer excepcional, libre, capaz de asumir el ejercicio abierto del poder. Sobresale en particular su capacidad de establecer un liderazgo femenino sin reparos; esto es, sin que nadie objete el hecho de que una mujer conduzca semejante tarea: la condición femenina de Isabel nunca constituyó ningún obstáculo que le impidiera acometer sus planes y conducirlos exitosamente. 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