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Nació en 1830 y murió en 1894 en la Ciudad de México. Novelista y dramaturgo. Uno de los más destacados costumbristas mexicanos. Fue también pintor, periodista y diplomático. Participó en la defensa del Castillo de Chapultepec contra los norteamericanos. De 1889 a 1892 se edita en Barcelona y Santander, en 24 volúmenes, la serie completa de la Linterna mágica, con prólogo de Guillermo Prieto.
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Advertencia editorial
Claves bibliográficas
Estudio preliminar
I. José Tomás de Cuéllar: literatura e imagen
II. Baile y cochino... Una novela ilustrada con caricaturas (1885)
III. Facundo y Frimus: una visión de la sociedad mexicana porfiriana
Baile y cochino... Novela de costumbres (1885, 1886, 1889)
Capítulo I. Preparativos del baile y del cochino
Capítulo II. De cómo se reclutaban parejas y se alistaba concurrencia
Capítulo III. De las Machucas y de otras parejas
Capítulo IV. De cómo entre otras cosas se preparaban para el baile del Coronel las niñas de la Alberca Pane
Capítulo V. Que trata de lo que hizo con su virtud una señora invitada al baile de Saldaña
Capítulo VI. De cómo las apariencias de las niñas cursis suelen comprometer a resultados serios Capítulo VII. Comienza el baile
Capítulo VIII. De cómo el calor de las velas en combinación con el cognac de cinco ceros, y otros peores, suele hacer de un baile un pandemónium
Capítulo IX. Conclusión
Apéndices
I. "Rosa y Federico. Novela ilustrada contemporánea"
II. "Historia de una Rosa"
Índices
I. Personas
II. Obras
III. Edificios, establecimientos, instituciones, lugares, monumentos y sitios de diversión
IV. Avenidas, barrios, calles, callejones, municipios y pueblos [free_reading] => I. José TOMÁS DE CUÉLLAR: LITERATURA E IMAGEN Estudiosos como Antonio Saborit han insistido en la evidente inclinación de José Tomás de Cuéllar hacia la escritura descriptiva, hacia la construcción de una serie de escenas y tipos, cuya principal función fue edificar simbólicamente la nación, hacerla posible a través del trazo crítico de quien confía en el poder modelador de la letra.' Esta tendencia de la prosa de Facundo (seudónimo más conocido del autor) resulta evidente en las narraciones que conforman el primer ciclo de su escritura, sobre todo en las seis novelas incluidas en la colección La Linterna Mágica, publicadas por entregas en los albores de la República Restaurada (1871-1872). Hasta hace algunos años, la crítica se empeñaba en explicar tal peculiaridad de la escritura facundiana a partir de un argumento biográfico: el temprano paso del autor por las aulas de la Academia de San Carlos, en donde supuestamente habría adquirido esa especie de pasión por la imagen que no sólo se traduciría en una forma particular de construir sus universos narrativos, sino que también constituiría una presencia constante en algunos de sus proyectos editoriales, como veremos más adelante. En un trabajo pionero de investigación, Jaime Erasto Cortés corroboró la asistencia de Facundo a este establecimiento hacia 1839, cuando apenas contaba con nueve años de edad; de acuerdo con el crítico, "al niño José Tomás de Cuéllar le tocó la peor época de la Academia durante el siglo xix [...]. La situación era de naturaleza tan precaria que la marquesa Calderón de la Barca, en el año de 1840, después de una visita al lugar, escribió acerca del 'desorden, el estado de abandono en que se [encontraba] el edificio, la ausencia de esas excelentes clases de escultura y pintura (de que Humboldt hablara)". Si bien es innegable la plasticidad de la prosa de Facundo, resulta cuestionable, como señala Cortés, definir ésta a partir de sus lecciones de pintura y dibujo infantiles. Me parece más productivo indagar sobre la importancia que la imagen fue cobrando a lo largo del siglo, así como su intensa relación con la literatura, el periodismo y el mercado editorial, la cual contribuyó de manera importante tanto a la construcción, el reforzamiento y la divulgación de ciertos imaginarios sociales, como a la definición de nuevas prácticas lectoras -procesos que, sin duda, mediaron de forma directa u oblicua el ejercicio literario de nuestro autor. En cuanto a esto último, cabría destacar que cuando Cuéllar ingresó al campo literario hacia 1848, ya existía en el país una significativa tradición de publicaciones ilustradas, que se desarrollaron gracias a la importación de técnicas como la litografía, inventada por Johann Aloys Senefelder hacia finales del siglo XVIII e introducida por el italiano Claudio Linati a México en 1826. Este innovador procedimiento de reproducción "consistía en una piedra caliza en la cual se dibujaba o escribía con un lápiz litográfico, la piedra se humedecía y luego se entintaba, las marcas grasosas del lápiz litográfico retenían la tinta que la piedra húmeda rechazaba. Seguidamente se colocaba el papel sobre la piedra y se imprimía ejerciendo presión con la prensa sobre el papel y la piedra". Dicho proceso gráfico, aun cuando tenía "menos validez desde el punto de vista académico", resultó en suma atractivo para el público, tanto lector como analfabeta, que pudo apreciar con fidelidad los "trazos" de los dibujantes y acceder con mayor facilidad a ciertos contenidos y representaciones textuales e iconográficas de los entornos nacional y extranjero. En otras palabras, como argumenta Fernando Ibarra Chávez, las publicaciones periódicas del siglo xix requerían imágenes [...], pero nada más que una imagen eficaz, inmediata, sin muchos detalles y sin color, [...1 con la fuerza expresiva capaz de brindarle al texto un nuevo valor que desembocara en el éxito editorial. El común de la gente leía poco y mal, de ahí que la imagen adquiriese importancia, fuera de sus valores estéticos, por su función vehicular para la transmisión de mensajes concretos o para estimular la inestabilidad de la fantasía con la imposición de una figura estática, sobre todo si la imagen estaba asociada con un elemento literario. Hacia mediados de la década de 1840, con la adopción y adaptación de algunos principios del costumbrismo europeo, hubo un florecimiento de estas empresas editoriales ilustradas, las cuales ayudaron a delimitar imaginariamente y desde la mirada propia tanto las fronteras como la disposición del organismo patrio. Por medio de la inclusión de textos y de "distintas vistas de ciudades, paisajes, planos, mapas [... y] escenas cotidianas", así como de retratos y caricaturas de actores históricos y tipos sociales, se intentó darle rostro a una nación que todavía luchaba con vehemencia por conformarse como tal. La inclusión de ilustraciones en estos medios impresos, como señalé, modificó las prácticas lectoras del escaso público mexicano, a la vez que cumplió una función sustantiva en la transmisión "entre las clases medias alfabetizadas, sujeto privilegiado del proceso nacionalizador decimonónico, [de] una imagen de la nación definida básicamente por la identificación de una historia [...], una cultura [...], un paisaje [...] y unas costumbres nacionales". Ejemplos paradigmáticos del estrecho vínculo entre literatura e imagen en este "proceso nacionalizado" lo encontramos en Los mexicanos pintados por sí mismos. Tipos y costumbres nacionales y México y sus alrededores, obras impresas en 1854 y 1855-1856, respectivamente. Fruto del esfuerzo de un grupo de escritores e ilustradores, estos repertorios de tipos y espacios sociales tuvieron como principal objetivo representar tanto visual como literariamente personajes y escenarios considerados como "representativos" del México de su momento. Inspiradas en colecciones europeas anteriores,' en ambos repertorios se postula casi de modo programático la condición de los artistas como intermediarios entre los lectores-ciudadanos y un entorno que debían asumir como propio. Aun cuando gracias a las estampas litográficas los receptores "tuvieron la oportunidad de percibir visualmente lo que no conocían de manera directa", lo cierto es que todas las imágenes y los textos incluidos en los volúmenes estuvieron determinados por los posicionamientos políticos y estéticos de los creadores participantes, quienes se encargaron de estilizar e "higienizar" la figura de los tipos populares, pero también de proponer una lectura ordenada, "ideal", de la geografía nacional. Sin duda, estos trabajos colectivos fueron el culmen de un largo proceso de apropiación de nuevas formas de mirar, recrear y reproducir la realidad, que dotaría de un acervo icónico y textual a las futuras generaciones de autores, los cuales lo adoptarían reelaborándolo críticamente en diferentes modalidades textuales (cuadros periodísticos, paisajes, novelas, etcétera) a lo largo del siglo. Heredero de esta tradición, Cuéllar experimentaría con las posibilidades literarias e ideológicas de subgéneros costumbristas como los tipos y las escenas, los cuales, posteriormente, integraría con gran habilidad en sus novelas; asimismo, emplearía diversos recursos icónicos con una doble finalidad: colaborar en la mencionada construcción imaginaria de la nación, y hacer más atractivas sus empresas editoriales a los posibles lectores. Tal fue el caso de La Ilustración Potosina, publicación periódica que fundó, en colaboración con el poeta José María Flores Verdad, hacia 1869 en San Luis Potosí, ciudad a la cual se trasladó después del triunfo en las urnas de Benito Juárez (a quien combatió con denuedo desde las páginas de El Correo de México, periódico en favor de la candidatura a la presidencia del general Porfirio Díaz). Al rememorar el proceso de creación de este medio impreso en las páginas liminares de la revista, Cuéllar aludió someramente a las relaciones entre literatura e imagen; en sus palabras: Siempre hemos considerado que el divino arte del dibujo debe acompañar a las obras literarias de recreación, y con esta idea nos pusimos a buscar un artista, un hermano que ilustrase nuestro periódico. Decididamente la fortuna estuvo de nuestra parte; y en un taller de litografía encontramos a un discípulo de la Academia Nacional de San Carlos, cuya vida de incesante lucha y de laboriosidad formaría el más halagador panegírico del trabajo y la honradez. Este hermano nuestro se llama don José Ma. Villasana, y es un artista por organización; vive sobre sus simpáticas piedras litográficas, en incesante trabajo, y en hablándole de pintura, se deleita, se siente bien, se encanta. Acogió, pues, con entusiasmo nuestro pensamiento, y trazó a nuestra vista, la graciosa y bien entendida carátula de La Ilustración Potosina, por la que he merecido los elogios del distinguido escritor don Ignacio Manuel Altamirano, y los de la Redacción de El Siglo XIX. Aun cuando Facundo no profundiza en la importancia de este vínculo, el uso del término "recreación" para calificar las "obras literarias" me parece que apunta, como advertí, a la intención de atraer al público lector con la finalidad de formarlo, de modelarlo en consonancia con el discurso nacionalizador que dominó las letras mexicanas a lo largo del siglo, pero con especial insistencia tras la restauración de la República en 1867. La derrota definitiva del Imperio de Maximiliano a manos de las huestes liberales propagó un espíritu de optimismo entre las clases letradas del país. Para éstas, la tan ansiada paz traería el desarrollo económico y cultural de la nación; especialmente, las bellas letras se beneficiarían del cambio del fusil por la pluma, medio de combate en las nuevas lides intelectuales. En un ambiente de efervescencia reconstruccionista, Ignacio Manuel Altamirano (con quien Facundo había colaborado en El Correo de México) escribió sus programáticas "Revistas literarias de México (1821-1867)", en las cuales sintetizó un conjunto de ideas que se habían discutido al interior del campo intelectual a lo largo de la centuria, y estableció los ejes para la conformación de una literatura propia que debía privilegiar: en lo genérico, la utilización de la novela como arma de adoctrinamiento; en lo temático, la recreación de las costumbres, la historia y el paisaje nacionales. Partícipe de ese proyecto ilustrado, Cuéllar fue uno de los más entusiastas partidarios del ideario altamiraniano; por ello, sin duda, en la planeación y puesta en marcha de La Ilustración Potosina resuenan los ecos de una de las empresas editoriales más transcendentales de El Maestro: la revista El Renacimiento, cuyo primer número apareció en el escenario capitalino a inicios de 1869. Como es bien sabido, dicha publicación se proyectó como un espacio de tolerancia tanto estética como ideológica y política, en la que convivieron en armonía escritores que antes se habían enfrentado en el campo de batalla. "Inclusiva en las ideas, también lo fue en los géneros y los temas a tratar [y retratar], pues cada aportación creativa [textual o visual] contribuía, por un lado, al reconocimiento y la reafirmación de lo [mexicano] y, por el otro, a la construcción de una cultura nacional y de un público lector que se identificara con ese universo textual [e iconográfico]". Desde esa perspectiva, como el propio Cuéllar afirmara en la cita transcrita, el encuentro con el pincel de José María Villasana resultó en suma provechoso para inscribir a La Ilustración Potosina en la misma línea de la publicación altamiraniana. A pesar de que, como sostiene Aída Sierra Torre, "los dibujos y láminas que Villasana publicó en [esta revista] fueron muy pocos", ciertamente contribuyeron a visibilizar motivos y espacios nacionales (sobre todo de la provincia), así como a reafirmar las posibilidades tanto expresivas como de mercado de las relaciones entre literatura e imagen. En cuanto al primer aspecto, sobresale la composición diseñada por el dibujante para la portada de la revista; en particular, destaca la armoniosa conjunción de elementos que simbolizan la historia antigua y, sobre todo, el paisaje mexicano con objetos representativos de las ciencias y las artes, disciplinas humanas consagradas a develar los secretos y las maravillas de los primeros. 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